“¿Qué no he de sufrir yo, que siempre he vulnerado Tus palabras vivificantes?”
Los mandamientos de Dios son dadores de vida, y su cumplimiento le asegura al hombre la posibilidad de la vida verdadera.
La Eva de mi espíritu ha tomado el lugar de la Eva física bajo la forma de pensamientos carnales, ofreciéndome placeres, pero llevándome a gustar de la bebida amarga.
El poeta sigue aquí con la comparación que inició en el tropario anterior. La Eva sensible es la primera, la del Génesis. La Eva de la mente es el pensamiento despiadado, ese que se cobija en el cuerpo, en el interior del hombre caído (en pecado) y que lo induce constamente a seguir pecando, engañándolo con su dulzura superficial. También el Santo Apóstol Pablo nos describe esta situación con mucha claridad (Romanos 7, 17-23).
Adán con justicia fue desterrado del Edén por no haber guardado Tu mandamiento, oh Salvador. Pero ¿qué no he de sufrir yo, que siempre he vulnerado Tus palabras vivificantes?
Por haber infringido el mandamiento de Dios, Adán fue echado del Edén, que era el lugar del gozo más grande: “Habiendo expulsado a Adán, lo puso en los alrededores el jardín del Edén” (Génesis 3, 24). La falta de nuestros protopadres se refiere a la violación de un solo mandamiento de Dios. Así, el poeta se pregunta qué no habrá de sufrir él mismo, habiendo vulnerado incesantemente los mandamientos divinos. Y es que los mandamientos de Dios son dadores de vida, y su cumplimiento le asegura al hombre la posibilidad de la vida verdadera. El profeta David dice, sobre los mandamientos divinos: “Me has dado a conocer los caminos de la vida” (Salmos 15, 11). Nuestro Señor Jesucristo declaró: “Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida” (Juan 6, 63), y el Apóstol Pablo resalta: “Porque la palabra de Dios está viva” (Hebreos 4, 12).
(Traducido de: Simeon Koutsa, Plânsul adamic. Canonul cel Mare al Sfântului Andrei Criteanul, Editura Doxologia, Iași, 2012)