Palabras de espiritualidad

Renunciar a mí mismo, en un mundo que a cada instante me invita a ser egoísta

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Tomemos el yugo de Cristo, al menos por un tiempo, renunciando a nuestras propias ambiciones, proyectos, placeres y alegrías, en favor de nuestros semejantes.

¿Es posible la renuncia a uno mismo, en un mundo tan ruidoso, dinámico, lleno de responsabilidades, con tantas presiones viniendo de todos lados? ¿Es posible? ¿Cómo lograrlo?

No solamente es posible, sino que es el único camino que nos puede llevar a la perfección, el único que nos hace verdaderamente felices. En mi familia, con mi esposa y mis hijos, con mis vecinos, en mi parroquia, en mi puesto de trabajo, si no tengo la capacidad de llegar a la renuncia a mí mismo, es decir, a la percepción de los intereses egoístas que brotan de mí a cada momento, desistiendo de tener la razón —momentáneamente o a largo plazo—, y cediendo lo que me agrada en favor del otro, no podré experimentar el camino de la cruz ni el de la realización existencial, al cual nos conduce el mismo camino de la cruz. Y no estoy hablando de una realización total, sino una que pueda ocurrir en la medida de las posibilidades de cada quien.

La perspectiva del Evangelio, recapitulada en el camino de la cruz, se mantiene en tensión con el camino del mundo, que es la perspectiva de la felicidad terrenal y los placeres mundanos, es decir, de la alegría y el agrado para ti mismo. Las palabras son bellas, sí, pero solamente la experiencia nos demuestra si un camino es válido o no. Nuestro deber consiste, pues, en intentar, al menos, el camino de la cruz, el camino de la renuncia a uno mismo. No es necesario intentar el otro camino, porque ya lo andamos desde el día de nuestro nacimiento. Lo conocemos, y conocemos también sus efectos. Tomemos el yugo de Cristo, al menos por un tiempo, renunciando a nuestras propias ambiciones, proyectos, placeres y alegrías, en favor de nuestros semejantes. El hombre no tiene sentido en sí mismo, sino fuera de sí mismo, en el otro, y, finalmente, en Dios. El mundo, la humanidad, no tiene sentido en sí misma, sino fuera de sí misma, y ese “afuera” es Dios, el Creador, el Todopoderoso, el Protector, el Salvador. ¡Intentemos trasladar nuestra preocupación principal, llevándola de nosotros mismos a Dios, y veremos qué sucede! Hagámoslo al menos como un ejercicio. Para finalizar, ¡te pido, hermano, que dirijas tu mente y tu corazón, en la medida de lo posible, a Dios, en lugar de cualquier otra cosa!

(Traducido de: Pr. prof. dr. Constantin Coman, Dreptatea lui Dumnezeu și dreptatea oamenilor, Editura Bizantină, pp. 279-280)