¿Sabemos llevar la cruz de nuestra salvación o vivimos oponiéndonos?
Diariamente, el hombre debe saber cargar con su cruz: la cruz de la paciencia ante las adversidades, la de ponerse en último lugar ante los demás, la de soportar las aflicciones y las enfermedades, la de aceptar en silencio las ofensas, la de obedecer plenamente y sin reservas, con alegría, buena voluntad y perseverancia.
La pregunta es completamente normal: ¿Cómo luchar con la enfermedad, cómo oponernos a su amenaza?
La respuesta nace de la misma esencia de la pregunta: humildad, obediencia. La obediencia a los demás, a las leyes del mundo, a la justicia objetiva, a todo lo que es bueno en nosotros y fuera de nosotros; obediencia a la Ley de Dios y, finalmente, obediencia a la Iglesia, a sus disposiciones, a su actividad sacramental.
Pero, para esto, es necesario “eso” que se halla en el mismo inicio del camino cristiano: “El que quiera seguirme, debe renunciar a sí mismo”.
Renunciar... renunciar cada día, así como dice en aquellos manuscritos antiguos, que el hombre debe saber cargar con su cruz. La cruz de la paciencia ante las adversidades, la de ponerse en último lugar ante los demás, la de soportar las aflicciones y las enfermedades, la de aceptar en silencio las ofensas, la de obedecer plenamente y sin reservas, con alegría, buena voluntad y perseverancia.
Sólo entonces se abre, ante el hombre, el camino hacia el reino del consuelo, en “el profundo pensamiento humilde, que destruye todas las iniquidades”.
(Traducido de: Cum să biruim mândria, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2010, p. 59)