¡Seamos siempre agradecidos con el Señor!
Tanto en el bienestar como en la penuria, en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, es nuestro deber presentar el fragante incienso de nuestra gratitud ante el trono de Dios.
El Evangelio nos habla de diez leprosos que recibieron el baño divino—el mandato del Logos vivo de Dios—, que los purificó a todos. Pero solamente uno volvió para agradecerle a su gran benefactor. Entonces, la Verdad Misma, Jesús, le preguntó: “¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?” (Lucas 17, 17-18).
Luego, tanto en el bienestar como en la penuria, en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, es nuestro deber presentar el fragante incienso de nuestra gratitud ante el trono de Dios, sabiendo que no somos sino unos indignos siervos que han recibido la misericordia divina con la purísima sangre de Cristo. “Nuestro amado Cristo, nuestro buen Cristo, concédenos el don del agradecimiento y la gratitud, para que no seamos castigados aún más; es suficiente con nuestra culpa por toda clase de pecados”.
(Tradudico de: Comori duhovnicești din Sfântul Munte Athos – Culese din scrisorile și omiliile Avvei Efrem, Editura Bunavestire, 2001, p. 366)