Si amáramos a Dios como nos ama Él…
El amor de Dios por el más grande de los pecadores es incomparablemente más grande que el amor del más grande de los santos por Dios.
Jesucristo, Dios-Hombre, camina sin ser visto entre los hombres que tienen ojos de arcilla, buscando siempre a Sus hermanos (Mateo 28, 10), atento a correr detrás de cada uno, “hasta que logre tener a todos los que se van a salvar, como lo hizo con Pablo” (San Máximo el Confesor), sin descansar hasta haber llevado a todos a Casa. Esto es algo que no puede callarse. Y aquel que haya visto al Señor y a Su inefable Cruz —que seguirá cargando entre quienes lo abofetean con un odio salvaje hasta el fin del mundo—, saltará como si le quemara un fuego que no se extingue y orará, gritando como uno que ha salvado la vida y no hay nada que pueda perjudicarlo, sino que todo le ayuda a perfeccionarse, purificándolo como el oro.
Si sentimos el incomparable sufrimiento de Dios, nuestro Señor, que viene del amor a la humanidad, comprobaremos cómo este purifica nuestra vida, porque es un fuego que Dios encendió en el mundo (Lucas 12, 49): el calor del amor, que enciende al mundo, quemando a las fuerzas del mal, y brilla como una luz divina sobre Sus humildes discípulos, quienes vuelven a Casa.
El amor de Dios por el más grande de los pecadores es incomparablemente más grande que el amor del más grande de los santos por Dios.
(Traducido de: Părintele Arsenie Boca mare îndrumător de suflete din secolul XX, Editura Teognost, Cluj-Napoca, 2002, pp. 137-138)