Palabras de espiritualidad

“Si mi lugar en la iglesia está vacío, ¿es posible que mi sitio en el Cielo se quede vacío también?”

  • Foto. Silviu Cluci

    Foto. Silviu Cluci

“Queda un vacío enorme, una sensible soledad en los corazones de aquellos que rechazan venir a la casa de Dios. Él no nos llama a Su casa para que le demos algo, porque no tenemos nada que podamos darle”, afirma el hierodiácono Basilio, del Monasterio Bistrița.

¿Es más favorecida la oración que hacemos en la iglesia, que la que elevamos desde nuestro hogar?

—No sé si tiene alguna prerrogativa, pero una cosa es cierta: es más poderosa. Veamos, por ejemplo, cuando en la estufa ponemos un solo trozo de leña, si está seco y es bueno para hacer fuego, arderá y también nos calentará. Pero si ponemos más trozos de leña, seguramente calentarán mucho más la estancia. Es lo mismo que ocurre entre la oración doméstica y la que hacemos en la iglesia.

El cristiano puede orar desde su hogar y, de hecho, es su deber hacerlo. La oración, sin importar desde dónde la elevemos, es insuflada por el mismo Espíritu. Sin embargo, sí que hay algunas diferencias. En primer lugar, en la iglesia hay muchas más personas; entonces, orando todos juntos, nuestra oración es más poderosa, más encendida, más viva y, en consecuencia, llega más rápidamente a Dios.

Además, en casa no tenemos un sacerdote, quien, gracias a su investidura y especial servicio, con su vocación de mediador ante Dios, hace que la oración de los fieles que están en la iglesia llegue de forma más pronta y certera al trono de la misericordia de Dios. En casa, el cristiano no lee el Evangelio cuando ora, o no lo lee siguiendo determinadas disposiciones; asimismo, no tiene cómo escuchar la homilía. En su casa, el cristiano no tiene los sacramentos a mano. A esto hay que agregarle un aspecto muy importante: por santa que nos parezca la habitación desde donde elevamos nuestras plegarias, no se puede comparar con la santidad de la casa de Dios.

Aquel que ama el esplendor de la casa de Dios, la embellece aun con su sola presencia. No olvidemos una cosa: no importa lo hermosa que sea la iglesia, con sus pinturas y detalles arquitectónicos, ni lo bello que se cante en su interior: lo que embellece en verdad a la iglesia es la afluencia de fieles que vienen a orar en ella. Porque, si el templo es muy bello, pero no hay fieles que participen en los oficios litúrgicos, el desierto en su interior será enorme. Es muy triste ver vacíos los lugares que debían ocupar los feligreses. Entonces, te preguntas: “Si mi lugar en la iglesia está vacío, ¿es posible que mi sitio en el Cielo, ese que Dios me ha preparado, se quede vacío también?”.

Interesante pregunta, padre. Sin embargo, hay personas que dicen que sienten “incómodas” con algunas cosas relativas a la iglesia, como el hecho de que los demás no se comporten de forma correspondiente con el lugar en donde se encuentran, y por eso es que dicen: “Prefiero orar en casa. Yo tengo mi propia relación con Dios”.

—Esos no son más que pretextos, invocados por algunas personas para justificarse ante su propia conciencia. Sería más honesto decir directamente: “No me agrada venir a la iglesia. Así, por comodidad, prefiero quedarme en casa”. Porque, en primer lugar, quienes oran en casa también vienen a la iglesia. Pero, quienes no oran en casa, tampoco suelen venir a la iglesia…

Creo que hay una relación directamente proporcional entre nuestro deseo de orar en casa y nuestro deseo de orar en la iglesia. Yo he visitado un sinfín de iglesias, tanto “parroquiales” como al interior de los monasterios, y por eso creo que puedo hacer una observación fundamental a esa afirmación —“hay mucho desorden, no es posible orar, me incomoda la presencia de otros”—, y es la siguiente: son simples justificaciones sin base alguna. En general, cuando la persona sencillamente quiere orar en paz y tranquilidad, lo puede hacer en cualquier iglesia.

Quienes buscan justificarse a toda costa, se justifican como sea, pero esa justificación no hace sino engañar la conciencia del hombre, sin tranquilizarla.

En consecuencia, queda un vacío enorme, una sensible soledad en los corazones de aquellos que rechazan venir a la casa de Dios. Él no nos llama a Su casa para que le demos algo, porque no tenemos nada que podamos darle.

Él nos llama para darnos algo que nadie más podría ofrecernos en este mundo: perdón, salvación, vida eterna, consuelo espiritual, purificación, luz y la posibilidad de alzarnos al estado de hijos Suyos. No es posible recibir ninguno de estos dones si no empezamos por conocer Su casa, Su Palabra, Sus servidores y el Evangelio de Su Hijo.