Sin la Gracia de Dios no podemos hacer nada
Lo que tenemos que hacer es esforzarnos en disminuir nuestro egoísmo y nuestro amor propio. Seamos humildes. Entreguémnos a Cristo, y todo lo adverso, físico y espiritual, se irá.
El beato Agustín escribe en alguna parte que tenía largos y profundos momentos de meditación, al punto que terminaba enredándose en toda clase de discusiones. ¿Quiénes discutían? El “hombre viejo” con el “hombre nuevo”, el hombre en Cristo. Discutían. A mí no me gusta discutir con el “hombre viejo”. Es decir, me sigue y me coge del hábito, pero inmediatamente extiendo mis manos a Cristo y, con la Gracia Divina, puedo despreciar a mi “hombre viejo” y dejo de pensar en él. Tal como un niño abre sus brazos y se arroja al regazo de su madre, lo mismo hago yo. Es un misterio, no sé si lo puedo expresar de manera que me puedan comprender.
Cuando te esmeras en huir —sin la Gracia— del “hombre viejo”, lo vives. Sin embargo, con la Gracia, dejará de preocuparte. Aunque siga viviendo en lo profundo de tu ser. Todo pervive en nuestro interior; incluso las cosas desagradables no se pierden. Con todo, por medio de la Gracia, se transforman. ¿Acaso no dice la oración de la Hora novena: “... a fin de que, despojados del hombre viejo, nos revistamos del nuevo, y vivamos para Ti, oh Señor y Bienhechor”?
Cristo quiere que nos unamos con Él y espera a la puerta de nuestra alma. De nosotros depende recibir la Gracia Divina. Solamente ella nos puede transformar. Nosotros, solos, no podemos hacer nada. La Gracia nos dará todo. Entonces, lo que tenemos que hacer es esforzarnos en disminuir nuestro egoísmo y nuestro amor propio. Seamos humildes. Entreguémnos a Cristo, y todo lo adverso, físico y espiritual, se irá.
(Traducido de: Ne vorbește părintele Porfirie – Viața și cuvintele, traducere din limba greacă de Ieromonah Evloghie Munteanu, Editura Egumenița, 2003, pp. 250-251)