Soluciones más allá de las soluciones, o “el peligro desde el interior”
La pandemia del coronavirus es, ante todo, para todos nosotros, una gran prueba. Vino desde nuestro exterior tal como a menudo creemos que vienen todas las pruebas de la vida. Pero ¿es que las pruebas vienen solamente desde afuera? ¿Acaso no tienen relación con nuestro interior?
Para responder a esta pregunta, reflexionemos solamente sobre un ejemplo: el secularismo. Al hablar de este y de su origen, todos estamos convencidos de que es algo que vino de afuera, inmiscuyéndose aquí, entre nosotros. ¡De ninguna manera! No vino de afuera, sino de nuestro propio interior, por nuestra falta de fe y por la falsa autenticidad de nuestro estatuto de cristianos. Preguntémonos: ¿Hay alguien que haya traído y que siga trayendo a nuestra mesa, desde afuera, el “conejo de Pascua”, que no tiene ninguna relación con la santidad, con el misterio de la Resurrección y con su significado espiritual, para todos y para el universo entero? ¡No! Nosotros somos los que acudimos en masa a comprarlo y a ponerlo en nuestra mesa para la Pascua, contemplándolo con mayor admiración que a la llama de nuestra candela, a un paso ya de apagarse, luego de habernos goteado intensamente en la mano sobrecogida, durante el santo oficio litúrgico de la noche mística de la Pascua, iluminándonos.
Así pues, no solamente lo exterior debe preocuparnos, sino también nuestro propio interior, o especialmente este. Y aquí, en nuestro interior, nosotros somos los soberanos, y sólo nosotros podemos intervenir directamente en él para cambiar lo que no nos parezca.
En el segundo libro de Crónicas, capítulo 7, leemos cómo este hombre del interior, en conexión con Dios, renunciando al pecado, puede apartar no solamente su sufrimiento, sino también el de su nación, sobrevenido como consecuencia directa de su extravío.
Este texto se refiere al pueblo de Israel, al cual Dios le explica los motivos por los que han venido sobre él toda clase de desgracias, mismas que Él, Dios y Señor, ha permitido. Entre estos, el haberse apartado de Él es mencionado como la causa principal del sufrimiento colectivo. El pueblo entero, desde el hombre más simple hasta el rey, se han alejado del Dios verdadero, dedicándose a servirles a otros dioses y despreciando Sus mandamientos y disposiciones.
Apartarse de Dios significa, ante todo, tomar el camino del compromiso, de la autosuficiencia, de tornar el sentido en sin-sentido, de convertir lo real en irreal, la virtud en iniquidad, la verdad en mentira, la justicia en injusticia, etc.
¡En una sociedad, un país, una nación o una familia que se haya apartado de Dios y en la que Sus preceptos son tergiversados e ignorados, las cosas no pueden salir bien!
En este sentido, los invito a examinarnos un poco, para ver cuánto nos hemos extraviado:
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Se nos exhorta y se nos insta a renunciar a la familia natural, sustituyéndola con sucedáneos como: matrimonios “de prueba”, “compañeros de vida”, matrimonios de un día (de tipo Valentine’s Day) etc. Y nosotros hemos dicho y seguimos diciendo: ¡SÍ!
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Hemos sacado la imagen de Jesús y Su Palabra de las escuelas, porque así se nos recomienda, y nosotros hemos dicho: ¡SÍ!
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Hemos puesto al demonio en el lugar de los ángeles, involucrando a nuestros hijos en ello, instaurando fiestas como el famoso Halloween, que no tienen nada qué ver con la milenaria tradición cristiana, y nosotros hemos dicho y seguimos diciendo: ¡SÍ! Personalmente, no me puedo imaginar a una madre comprando un disfraz de demonio para ponérselo a su hijo... ¡Y, sin embargo, sucede!
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Hemos renunciado al ayuno como acto de glorificación a Dios y como forma de invocar Su auxilio ante las calamidades y desgracias que vienen sobre nuestro pueblo, y lo hemos sustituido con formas falsas de abstinencia, convirtiéndolo en algo artificial, más parecido a un régimen de dieta para aldegazar y “embellecernos” físicamente, que no espiritualmente. Y, así, se ha creado una industria entera de productos “de ayuno” (embutidos vegetales, queso vegetal,, etc.), con los cuales nosotros, los cristianos, “ataviamos” nuestro ayuno.
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Estamos cerca de reemplazar la Religión como materia escolar, con ficciones educacionales que promueven el desenfreno y el caos moral y espiritual en la vida de nuestros niños y adolescentes, y no decimos nada, o, Dios nos libre, decimos SÍ.
Y los ejemplos pueden seguir.
Entonces, ¿qué otra cosa esperamos? Nada más que las consecuencias de semejante desviación y alejamiento de la Fuente de vida y Creador del universo. Es muy probable que dichas consecuencias las vivamos ahora mismo, permitidas por Dios, pero no como castigo, sino con un propósito pedagógico, para que salgamos de ese camino equivocado y repensemos nuestro estatuto de cristianos.
Veamos qué dice Dios nuestro Señor, en el texto mencionado antes: “Si Yo cierro el cielo y no llueve, si Yo mando a la langosta devorar la tierra, o envío la peste entre Mi pueblo; y Mi pueblo, sobre el cual es invocado Mi Nombre, se humilla, orando y buscando Mi rostro, y se vuelven de sus malos caminos, Yo les oiré desde los cielos, perdonaré su pecado y sanaré su tierra” (II Crónicas 7,13-14).
Así, para que desde el Cielo descienda la misericordia del Altísimo sobre nosotros, sobre nuestro país, sobre el mundo enterno, para sanarnos del pecado y de la perdición, y para proceder a nuestra renovación:
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¡Volvamos todos a Dios, desde el más pequeño hasta el más grande!
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¡Renunciemos a los caminos del pecado!
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¡Oremos más y con más fervor, individual y colectivamente! Vivimos unos días en los que todos estamos obligados a permanecer en casa. Luego, leamos diariamente un acatisto o la Paráclesis a la Madre del Señor. Que uno lea, mientras los demás escuchan. Además, tenemos la oportunidad de hablarles a nuestros hijos y nietos de la oración y su poder. Este es el tiempo para hablar más entre nosotros y, juntos, con Dios.
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Leamos cada día un capítulo de la Biblia, porque contiene la Palabra de Dios y Su Poder. Un día leamos el Antiguo Testamento (especialmente los Salmos, que nos llenan de tanta esperanza; después, los Profetas y los Libros Didácticos), y al día siguiente, el Nuevo Testamento.
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Practiquemos el ayuno verdadero. Claro está, aquellos que por motivos de salud o por cualquier otra causa justa no puedan hacerlo, que practiquen el ayuno con la boca, los ojos, los oídos, los anhelos, etc.
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Apartémonos de todo orgullo y egocentrismo, tanto individual como institucional, y corramos a abrazar la humildad, es decir, el conocimiento de nuestros propios límites en relación con el “misterio del hombre” y el “misterio de la creación” y de todo lo que nos rodea.
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Respetemos más a la naturaleza que nos rodea, a la inteligencia y a las leyes no-escritas que gobiernan el mundo de los animales, del cual tenemos mucho que aprender.
Estas son las únicas soluciones a las que podemos acudir ahora y en el futuro, niños, adultos y ancianos, ricos y pobres, cultos e incultos. Todo esto, sumado a las soluciones sensatas, correctas y profesionales de las autoridades civiles, nos puede llevar a salir de esta prueba y de tanto sufrimiento individual y colectivo, y también a prevenir otros infortunios en el futuro, semejantes a los actuales, o, Dios no lo quiera, aún más terribles.
Para terminar, quiero exhortarlos a reflexionar en un cántico que entonamos en la iglesia, especialemte en este tiempo del Gran Ayuno: “¡Dios está con nosotros! Entendedlo, pueblos, y postraos... Por temor a vosotros no nos asustaremos ni nos perturbaremos, ¡porque Dios está con nosotros!”.