Un alma limpia y acendrada…
Nuestra alma se ensucia, se mancha, se llena de impureza con nuestros pecados. Se llena del moho y el óxido de nuestras pasiones, que poco a poco van penetrando profundamente en ella.
“Tú, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara” (Mateo 6, 17). La cara nos la lavamos diariamente con agua limpia; también lavamos nuestro cuerpo al bañarnos. Lavamos nuestra ropa y no nos agrada que los demás nos vean sucios o desaliñados. Si nuestra casa necesita alguna reparación, nos ponemos manos a la obra hasta terminarla. Lavamos nuestros platos, los cestos que usamos, los vasos… pulimos nuestros objetos de metal, lijamos la madera que lo necesita, lavamos las alfombras de nuestra casa y las de la iglesia. En fin, nos esmeramos en mantener todo limpio y en orden.
Con mayor razón, entonces, tenemos que limpiar nuestra alma. Sí, nuestra alma se ensucia, se mancha, se llena de impureza con nuestros pecados. Se llena del moho y el óxido de nuestras pasiones, que poco a poco van penetrando profundamente en ella. Ese moho y ese óxido impiden que nuestra alma se mantenga en comunión con Dios, porque “¿qué tiene que ver la justicia con la injusticia, y qué tienen de común la luz y las tinieblas?” (II Corintios 6, 14).
(Traducido de: Sfântul Ioan de Kronstadt, Despre tulburările lumii de astăzi, Editura Sophia, București, 2011, pp. 87-88)