Palabras de espiritualidad

Un bello y breve relato sobre la importancia de la humildad

    • Foto: Adrian Sarbu

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Translation and adaptation:

Estemos atentos a no envanecernos, aunque cumplamos con los mandamientos de Dios. Mejor humillémonos en esta vida, para que, en la otra, que es eterna, seamos enaltecidos por siempre.

Había una vez un virtuoso asceta que vivía en la soledad del desierto, quien, al enterarse de la muerte de su hermano, decidió llevarse a vivir con él al pequeño hijo de este, que entonces no tenía más de tres años. Así, el anciano se dedicó a criar y a educar correctamente al pequeño, enseñándole todas las disposiciones de la vida monacal.  Con el paso de los años, el monje vio con admiración cómo el muchacho crecía en la devoción y se sujetaba a una estricta regla de vida ascética: ayunaba, velaba y hacía postraciones, entre otras cosas. Por tal razón, el anciano daba gracias a Dios, convencido de que el chico había alcanzado ya la santidad. Pero ocurrió que, cuando acababa de cumplir 18 años, el muchacho murió. A partir de ese día, el anciano empezó a pedirle insistentemente a Dios que le mostrara en qué lugar del Cielo se encontraba su sobrino. Así, una noche tuvo una visión, en la cual vio al joven sumido en un lugar pestilente y oscuro. Entonces, confundido, el anciano empezó a clamar a Dios, entre lágrimas: ”¡Oh, piadosísimo Señor! ¿Cómo es posible que hayas enviado a alguien tan virtuoso al infierno, siendo casto y mesurado en todo? Nunca probó el pan y se alimentaba solamente de hierbas y agua, entre otras cualidades. ¿Por qué fue que lo enviaste al castigo del infierno?

Ni bien había terminado de pronunciar esto, cuando escuchó una voz que le decía: “¡No blasfemes, anciano, porque el Justo Diios nunca hace nada que no sea correcto! Cuando le enseñaste al muchacho las disposiciones del ascetismo, ¿por qué no le enseñaste también a practicar la humildad? Debes saber que él mismo creía que era santo, y por eso fue que terminó perdiendo su alma. Porque Dios se opone a los orgullosos”.

Así, hermanos, estemos atentos a no envanecernos, aunque cumplamos con los mandamientos de Dios. Mejor humillémonos en esta vida, para que, en la otra, que es eterna, seamos enaltecidos por siempre.

(Traducido de: Agapie Criteanu, Mântuirea păcătoșilor, p. 65)