Un llamado de atención para no perder la senda
Las cosas bellas y buenas del mundo no son eternas, como tampoco lo son nuestras aflicciones terrenales.
Hermanos, evitemos poner nuestras esperanzas en esta vida y en nuestro paso por el mundo; además, no nos envanezcamos con el poder, ni nos volvamos presuntuosos con la riqueza, sino que esforcémonos en someter los apetitos del cuerpo y procuremos cuidar solamente de nuestra alma. Pensemos: ¿en dónde están ahora nuestros padres? ¿En dónde están los Profetas y los Apóstoles? O ¿qué se llevaron de esta vida aquellos que se dedicaron a acumular cosas materiales? ¿Es que no se fueron como vinieron, desnudos, con las manos vacías? Solamente la justicia de los rectos está con ellos y su recuerdo se hace con honra, tal como también los pecados de los pecadores están con ellos. Porque fuimos hechos del polvo y al polvo volveremos. Y cada persona, como si fuera una vestimenta, termina envejeciendo. Su alimento vital es el pan y el agua; los días del hombre pueden enumerarse como un poco de arena y en vano corren hacia el final como el agua de un río.
En consecuencia, hermanos, acordándonos de nuestro propio final, renunciemos a todo acto de maldad. Porque las cosas bellas y buenas del mundo no son eternas, como tampoco lo son nuestras aflicciones terrenales. Veamos cómo todo cambia: hoy tú eres quien ara la tierra; mañana será otro, y después otro, porque no hay nada que permanezca sin variación. Todo se mueve, como avanzando en un camino; alguno pierde la senda, otro la encuentra. Si hemos perdido nuestra alma por causa del pecado, después podemos recuperarla, con la contrición. Porque el Señor mismo nos enseña todo esto, al decir: “El que busque, encontrará, y al que llame se le abrirá” (Mateo 7, 8). ¡Toda la gloria para el Señor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos! Amén.
(Traducido de: eSfântul Ierarh Vasile cel Mare, Din cuvintele duhovnicești ale Sfinților Părinți, Editura Arhiepiscopiei Sucevei și Rădăuților, Suceava, 2003, p. 314)