Un milagro ocurrido gracias a la oración de una prostituta
“¿Qué oración podría hacer yo, Dios mío? ¡No soy sino una pecadora... una prostituta!”...
Una viuda se hallaba en un hospital infantil con su hijo, de apenas dos años, quien sufría de leucemia terminal. El dolor de aquella mujer era inmenso, porque antes había perdido otros dos hijos, y ahora veía cómo la vida de su tercer retoño también empezaba a extinguirse. Con el paso de las horas, más crecían su tristeza y desesperanza.
A las dos de la mañana apareció el médico jefe de aquella sección del hospital, para visitar a una niña que convalecía en la habitación vecina. Minutos después, pasó a ver al pequeño de la madre de nuestro relato. Luego de examinarlo, con pesadumbre, le dijo a la mujer:
—Lo siento, señora. Es mejor que se lleve a su hijo a casa... no hay nada más que podamos hacer.
Al escuchar estas palabras, la mujer comenzó a llorar desconsoladamente y tomó a su hijito en brazos. Lo envolvió con una mantilla, lo abrazó con fuerza y salió apresuradamente del hospital.
En la calle había un silencio profundo. Todo el mundo dormía. Sólo se oía el sonido de los agobiados pasos de la dolorida madre sobre el adoquinado. Al cruzar en una avenida, alcanzó a ver a una joven que caminaba en la misma acera, pero en dirección contraria. Se trataba de una prostituta. Un par de minutos después, se encontraron frente a frente. Entonces, aquella desesperada mujer, sin saber qué más hacer, detuvo a la muchacha y le entregó con fuerza a su hijo, para que lo tomara en brazos. Casi inmediatamente se arrojó a sus pies y le pidió con angustia, a gritos, “¡Por favor, haz algo por mi hijo! ¡Sánalo! ¡Sánalo, por favor...!”.
La joven se quedó estupefacta. Era una simple pecadora, alguien que vivía en el pantano de la lujuria... ¿cómo se le ocurría a aquella desconocida que ella podría hacer algo por el pequeño? No sabía cómo proceder. A sus pies tenía a una madre que sollozaba. y en sus brazos la vida de un niño que se extinguía. Entonces, levantó su mirada al cielo y dijo, con fuerza:
—¿Qué oración podría hacer yo, Dios mío? ¡No soy sino una pecadora... una prostituta! Te pido, Señor, no me escuches a mí.... aunque sé que seguramente no me escucharás, porque soy una pecadora. ¡Escucha, al menos, lo que te pide esta desconsolada mamá!
¡En aquel momento, el milagro ocurrió! Una luz pareció descender del cielo, y el pequeño abrió los ojos, gritando:
—¡Mamá! ¡Mamá!
Y extendió sus manitas, intentando estrechar a la muchacha que le tenía entre sus brazos, creyendo que era su mamá. Entre lágrimas, la chica alcanzó a decir:
—Señora, tenga a su hijo. ¡Dios se apiadó y acaba de hacer un milagro!
¡Dios había atendido la oración de una prostituta, y no la de una madre! Lo sucedido vino a agitar las ciénagas que había en el alma de aquella muchacha. Poco tiempo después, llena de arrepentimiento y luego de confesarse, tomó la determinación de cambiar de vida, optando por una nueva y luminosa, en Cristo. ¡Gloria a Tu Santísino Nombre, Señor!