Una “transacción” que representa nuestra salvación
Cuando oramos, nos hallamos en presencia de Dios, y esa presencia destruye permanentemente la muerte que llevamos en nuestro interior, y nos restaura.
Cuando conocemos la sabiduría de Dios, redimimos el tiempo de nuestra vida en este mundo: “Así pues, mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos (Efesios 5, 15-16). Para la cultura actual, “el tiempo es oro”, pero, para nosotros, los cristianos, el tiempo representa la forma de recobrar la eternidad. Cada día intentamos reducir la presencia del pecado en nuestra vida y avivar en nuestro corazón la energía de la Gracia Divina. Y así es como podemos poner el sello de la eternidad a cada uno de nuestros días. Cada día somos llamados a emprender un “negocio santo”: cambiar nuestra vida pasajera por la vida eterna con Dios.
Cada día recibimos el don del tiempo, y si de esas veinticuatro horas separamos algunos minutos, o, si es posible, algunas horas, para dedicarlas a la oración, ese tiempo que le ofrecemos a Dios con todo el corazón marcará cada día de nuestra vida y, finalmente, toda ella tendrá el sello de la eternidad. Nuestras oraciones permanecerán eternamente frente a Dios y serán nuestra salvación.
Conociendo el poder redentor de la oración, el demonio, quien no desea nada más que la perdición de la humanidad entera, para que todos tengan la misma suerte que él, hace todo lo posible por impedirnos que oremos. El demonio no se esfuerza de sobremanera en hacernos pecar, porque sabe que el arrepentimiento sincero puede borrar miles de pecados, sino que concentra sus esfuerzos en devorar el tiempo de nuestra vida, insuflándonos el apetito por las distracciones, el gusto por lo novedoso e incluso una cierta sed de conocimientos en los que hasta la misma idea de Dios sea puesta en entredicho.
Un ejemplo de este ardid del maligno lo encontramos en la tecnología moderna, que cada día produce más y más artefactos innecesarios, los cuales consumimos con avidez. El demonio sabe que, si logra devorar el tiempo de nuestra vida, estará poniendo fin a ese “santo negocio” del que hablé antes, es decir, a la transformación de nuestra forma de vida, anulando, así, nuestra relación personal con Dios. Para nosotros, ese vínculo es realmente vital, porque por medio suyo nos hallamos en una permanente comunión con la Fuente de la Vida. Cuando oramos, nos hallamos en presencia de Dios, y esa presencia destruye permanentemente la muerte que llevamos en nuestro interior, y nos restaura.
En otras palabras, recobrar el tiempo que se nos otorgó significa cultivar nuestro lazo con Dios. Y, mientras más fuerte sea ese vínculo, más nos uniremos a Él en esta vida, y seguiremos unidos a Dios, de una forma más perfecta y más estrecha, en la vida eterna.
(Traducido de: Arhimandritul Zaharia Zaharou, Răscumpărând vremea (Efeseni 5, 16), Editura Renașterea, Cluj-Napoca, 2014, pp. 52-53)