Palabras de espiritualidad

Vanidad, vanagloria, orgullo... ¿Por qué actuamos así?

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Ayúdame a entender la insignificancia de las cosas de este mundo y la magnitud de las del Cielo, lo efímero de esta vida y lo infinito de la eternidad.”

La importancia de echar del alma los elogios recibidos de los demás

Cuando nos preocupa la desaprobación de los demás y nos alegra cuando todos nos ponderan; cuando trabajamos para ganarnos el encomio que parece llenarnos de satisfacción; cuando nos preocupa excesivamente nuestro aspecto y nos arreglamos, nos adornamos y pasamos encima de nuestra dignidad y principios, tan sólo para “estar al día con el mundo”; cuando las opiniones de los demás nos controlan, cuando creemos que nuestro ser entero, en lo más profundo, es un gran tesoro y esperamos que los demás lo conozcan, lo aprecien y lo descubran; cuando deseamos ocupar puestos más altos y estar en el centro de la atención... Cuando experimentamos todo eso, es que la arrogancia vive en nuestro corazón. Así, ¡qué gran cosa es echar del alma los elogios recibidos de los demás!

Cuando confiamos exageradamente en nuestras cualidades intelectuales —inteligencia, memoria y creatividad—, en los estudios superiores que hemos realizado, los idiomas extranjeros que hablamos y en nuestro talento para escribir, pintar, hablar, dibujar, esculpir, etc., que no son sino dones de Dios; cuando nuestras ambiciones en lo político, lo financiero, lo cultural o lo intelectual nos ocupan todo el tiempo, es que nuestra vanidad está alimentando todo eso.

La vanagloria es una forma falsa de vida

De acuerdo a San Juan Climaco, esta pasión es una manifestación extraordinariamente sutil y peligrosa de los vicios humanos, porque se esconde fácilmente entre las virtudes, para pervertirlas o destruirlas por completo. “La vanidad se aprovecha de cualquiera de nuestras acciones. Por ejemplo, puede controlarme cuando ayuno, llevándome a romper mi abstinencia, para que nadie sepa que ayuno, en un ejercicio de aparente modestia. Si me visto con ropajes caros, también me está dominando; si me cambio y me pongo vestimentas menos ostentosas, también es ella quien me mueve a hacerlo. Si hablo, ella me controla; si callo, también viene y me domina”, escribe San Juan en la Filocalia.

La vanidad es la renuncia a la simplicidad, es una vida artificial. Sabemos que el Señor se opone a los orgullosos y que los que buscan agradar a los otros terminan perdiendo su alma.

¿Nos sentimos impelidos a hacer lo que sea para agradar a los demás?

Exáminemonos atentamente, para verificar si este espíritu de la vanidad no nos está afectando. ¿Hay algo que nos empuja a hacer lo posible para agradar nuestros superiores (en la Iglesia o en la sociedad)? ¿Intentamos conseguir que los que tienen el mando nos vean con buenos ojos, con tal de ganarnos algún beneficio o su simple aprecio? En estas situaciones podríamos estar engañando a nuestra conciencia y también a los demás, haciéndoles creer que somos, de hecho, ejemplares en lo que respecta a la obediencia y el respeto a nuestros superiores.

Para entender este problema, les propongo un pequeño examen. Respondamos con sinceridad a las siguientes preguntas:

  • ¿Me comporto de una forma distinta cuando estoy solo/sola y sé que nadie me está viendo?

  • ¿Les hablo a todos de mis esfuerzos espirituales?

  • ¿Pienso constantemente en lo que otros han dicho de mí o en lo que les he dicho yo?

  • En mis actividades cotidianas, indiferentemente de lo que se traten, ¿pierdo el coraje y renuncio cuando nadie destaca mi labor y/o no recibo los elogios que creo merecer?

  • ¿Suelo defenderme inmediatamente cuando soy criticado/criticada?

  • ¿Hablo y actúo como si hubiera experimentado las verdades espirituales de las que solamente he leído un poco?

  • ¿Tiendo a esconder mis errores y pecados, aún mintiendo?

Si hemos respondido “sí” a alguna de estas preguntas, es que la vanidad está activa en nuestra alma. Pero, ojo, ¡no caigamos en la desesperanza, más bien aprendamos a ser humildes!.

El agradecimiento que le debemos al Señor

El problema principal es, de hecho, nuestra actitud. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? En todo lo que hacemos, Dios busca un propósito: trabajar para Él o para otra cosa. Luego, cuando tratemos de hacer un bien, que no sea la aprobación de los demás sino la de Dios nuestro objetivo principal, porque, dirigiendo siempre la vista hacia Él, es para Él que estaremos trabajando. Si actuamos de una forma distinta, no sólo nos esforzaremos en vano, sino que perderemos nuestra recompensa.

San Basilio el Grande escribía: “Busca fervientemente no ser elogiado por los demás, del mismo modo en que otros se afanan en ser encomiados, si te acuerdas de Cristo, Aquel que dijo que el que busque voluntariamente los elogios de los demás y haga el bien para que todos le vean, perderá su recompensa por parte de Dios”.

Los Santos Padres dicen que el comienzo de la sanación de la vanidad es cuidar lo que dice la lengua y amar las injurias. “Cuando invoquemos la vanagloria o cuando esta venga a nosotros enviada por otros, acordémonos de nuestros incontables pecados, y veremos que somos indignos de lo que se dice o se hace con relación a nosotros. ¿Cómo responderles a quienes nos elogian? '¡Gloria al Señor', porque toda gratitud debe presentarse primero al Señor”.

La idea (falsa) de que sabes mucho no te deja avanzar para saber en verdad

De gran provecho para desenraizar esta pasión es tener una mente humilde, que es el principio de la humildad misma. Esta no es una virtud natural o una expresión de nuestra debilidad, sino la fuente de la humildad, es la Gracia de Cristo. No de los demás, ni leyendo libros, ni de los mismos ángeles, sino “de Mí es que debéis aprender, que soy afable y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas”, nos dice Cristo.

El que es verdaderamente humilde huye de los elogios y acepta con gozo las acusaciones de los demás. Le alegra ver a los demás en una posición más alta que la suya. El orgulloso, por el contrario, le teme a ser acusado. Así pues, la humildad les ofrece, a quienes la practican, realismo, discernimiento y lucidez.

San Máximo el Confesor escribía: “Si en verdad deseas volverte sabio y modesto, sin servirle a la pasión de la vanagloria, busca siempre en las demás criaturas lo que se halla oculto a tu conocimiento. Así, aprendiendo muchas cosas que hoy desconoces, te asombrarás de tu misma conciencia y, venciéndote a ti mismo y a tu mente, entenderás muchas y grandes cosas, porque la falsa idea de que ya sabes mucho no te deja saber en verdad”. Todo esfuerzo del cristiano tiene como propósito la purificación y la perfección del ser, y no los aplausos de la gente. Y es que la perfección es un crecimiento que no se agota.

Hay otra case de honra: la que viene de Dios. A esta la recibe el hombre al unirse con Cristo; es la única honra legítima y eterna que merece el hombre, porque tiene un alma viva. Esta es la honra que debemos anhelar y trabajar para alcanzarla.

“Ayúdame, Señor, a entender lo ínfimas que son las bondades de este mundo”

¿Por qué debemos arrancar ese falso consuelo de nuestros corazones, generado usualmente por las lisonjas de los demás o de nuestra propia imaginación? Veamos qué nos promete San Juan Climaco. “Quien se mantenga ajeno a esta enfermedad (la vanagloria), estará cerca de la salvación. Quien sufra de ella, será apartado de las bondades de los santos”.

Nosotros mismos nos podemos alentar, así: “A partir de este momento buscaré no atraer la atención de los demás hacia mí. Además, dejaré de hablar de mí mismo más de lo necesario, me guardaré para mí hasta mis más pequeños esfuerzos, dejaré de indagar en lo que dicen los demás sobre mí, me olvidaré de los elogios que alguien me dirigió, dejaré de sufrir y preocuparme cuando alguien critique lo que he dicho o hecho. Todos estos esfuerzos, como los pasos de un niño, me ayudarán a volver a empezar.

Todo esto, con la sabia conducción de mi padre espiritual y la fuerza de la siguiente oración: “¡Dios mío, creo en Ti y te pido que fortalezcas mi fe! Te amo... ¡haz que mi amor crezca! Me arrepiento... ¡haz que mi contrición sea completa! (…) Te pido, Señor, que me ayudes a buscar tener siempre una conciencia íntegra, un aspecto que te agrade a Ti, palabras que sólo sean de provecho a los demás y un comportamiento impecable. (...) Ayúdame a entender la insignificancia de las cosas de este mundo y la magnitud de las del Cielo, lo efímero de esta vida y lo infinito de la eternidad. ¡Amén!”.