Palabras de espiritualidad

Actitudes erradas en lo que respecta a la Santa Eucaristía

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

La Santa Eucaristía no es y no podría ser jamás causa de enfermedad y muerte, sino fuente de una nueva vida en Cristo, de perdón de los pecados, y de salud para el alma y el cuerpo.

De todo el tiempo que comprende el año litúrgico, el Ayuno Mayor o de la Gran Cuaresma ha sido consagrado como un período de arrepentimiento y purificación por nuestros pecados, un tiempo de reflexión sobre el modo en que recibimos a Cristo en nuestra vida, como Señor y Salvador. El ayuno tiene como propósito sacarnos de la agitación de este mundo, por la cual muchas veces nos dejamos atrapar, para recordarnos el hecho de que las prioridades de nuestra vida son o deberían ser de naturaleza espiritual. Ya que nuestra vida se descentra, el ayuno, en general, (y el Ayuno Mayor, en especial) tiene el objetivo de ayudarnos a volvernos a posicionar en el camino que lleva al Reino, de reorientarnos cristo-céntricamente.

Una de las principales cosas que aprendemos en el ayuno es que no podríamos vivir espiritualmente si no nos alimentamos con el Cuerpo y la Sangre del Señor. Los cuatro ayunos de cada año han sido dispuestos por la Iglesia para que al menos entonces nos preparemos para acercarnos al Santo Cáliz. Tristemente, algunos entienden que sólo entonces tenemos el deber de comulgar. Incluso hay quienes creen que no es necesario comulgar en los cuatro períodos principales de ayuno, sino solamente en el de la Santa Pascua. Tenemos que reconocer que esta actitud denota una indolencia que debe ser corregida por los sacerdotes, quienes no han sido llamados solamente a “cuidar esta Prenda, para evitar que nadie comulgue sin la bendición y la preparación respectivas. Los clérigos tienen la responsabilidad de enseñarles a sus feligreses el deber de cada fiel de esmerarse permanentemente en “ver y gustar qué bueno es el Señor”.

Al mismo tiempo, otro peligro surge cuando algunos se apresuran en cumplir este mandato de una forma distinta a lo correctamente preceptuado por la Iglesia. Algunas veces, el padre espiritual se ve obligado a vetar la Comunión a aquellas personas que, por ejemplo, no quieren perdonar a sus semejantes y reconciliarse con ellos. O a esos que, invocando el hecho de que les avergüenza lo que digan los demás, piden con insistencia que les dejen comulgar, a pesar de vivir dominados por determinadas pasiones por las cuales tendían que ser sancionados canónicamente (es decir, prescribírseles una “receta” de tratamiento espiritual con ayuno, oración, caridad, etc., dependiendo de cada caso, con el impedimiento de recibir la Santa Comunión). Pero tampoco son pocos los que (sobre todo, aquellos acostumbrados a las usanzas del régimen comunista) se atreven a pedir la Comunión justo después de haberse confesado, sin participar en la Divina Liturgia y sin tener alguna enfermedad o debilidad que justifique que comulguen con tanta urgencia. Esa forma de comulgar, en régimen de comida rápida, evidencia otra manifestación de nuestro ser sometido por el pecado: la insolencia.

Luego, sea que no gustemos de la Fuente de Vida eterna, o que lo hagamos sin la preparación adecuada, siempre resultaremos perjudicados. Al Cáliz no nos podemos acercar sino con un buen coraje y una sabia devoción. Ni con pretensiones, ni llenos de pensamientos mundanos. Y sin dudar que lo que recibimos al comulgar es el Cuerpo y la Sangre divina. De acuerdo a lo que nos enseñan las oraciones para antes de comulgar y nos confirman dos milenios de cristianismo, la Eucaristía se nos da “para sanar en el cuerpo y en el alma” (Oración VIII, de San Juan Crisóstomo). La cucharilla con la que el sacerdote imparte la Comunión a todos los fieles —¡la misma cucharilla, no una distinta para cada quien!— es utilizada posteriormente por este para consumir lo que queda en el Cáliz. Si hubiera algún peligro de índole sanitaria en el acto colectivo de comulgar, los primeros afectados serían, inexorablemente, los sacerdotes. Tomando en cuenta el cúmulo de enfermedades infecciosas que han existido y aún hay en el mundo, los sacerdotes tendrían que ser una especie en vías de extinción, si se consumara al menos un ínfimo porcentaje de los escenarios alarmistas de aquellos que, de la nada, han perdido el sueño, preocupados por la Iglesia y sus servidores. Tal como precisa Su Beatitud Daniel, Patriarca de Rumanía, en una Carta pastoral publicada recientemente, “La Santa Eucaristía no es y no podría ser jamás causa de enfermedad y muerte, sino fuente de una nueva vida en Cristo, de perdón de los pecados, y de salud para el alma y el cuerpo.

Comulgar es un acto de fe. No es ninguna obligación cívica ni algo que dependa de los derechos del hombre. Generación tras generación, durante más de dos mil años, los cristianos han comulgado del mismo Cáliz y han besado los íconos y las santas reliquias, algunas de las cuales se mantienen expuestas al público desde hace siglos. Y, aunque entre quienes han venerado esos íconos y esas reliquias se hallaban muchas veces personas que padecían de enfermedades infecciosas, incluso de lepra, no hay un solo testimonio que afirme que el acto de comulgar o de venerar los íconos o la reliquias haya propagado algún mal. ¿Es o no esta muestra de millones y millones de fieles lo suficientemente representativa para hablar —en el lenguaje de los “progresistas” de hoy en día— sobre un hecho verificable, es decir, científico? Pregunto yo, como un neófito, a pesar de tener estudios de Politécnica y de Filosofía, previos a los de Teología. Sí, deben respetarse estrictamente algunas medidas de prevención, especialmente en caso de epidemia, porque los cristianos no sólo son miembros del Cuerpo de Cristo, sino que también son parte de las comunidades en donde viven en este mundo. El Santo Apósto Pablo nos exhorta constantemente a someternos “a las autoridades constituidas”, “Dad a cada cual lo que se debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor. (Romanos 13, 1 y 7). Pero nada de esto debe tocar las verdades de la fe. No podemos ignorar una realidad de dos milenios, sostenida absolutamente con los argumentos de la Teología y con datos verificables en un tiempo tan extenso, que nos demuestra que lo que es santo nunca podría convertirse en fuente de enfermedad para quienes se le acercan “con temor de Dios, con fe y con amor.