Palabras de espiritualidad

Alguien llora en la Navidad...

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

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Ella, que es más excelsa que los cielos, más venerable que los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines, se prepara, entre lágrimas, para dar a luz a Dios.

Hay mucha agitación en los días previos a la Navidad. Los almacenes, las grandes tiendas, las calles, los mercados... todo se llena de gente que actúa impulsada por un pensamiento, casi histérico, de poner todo lo que se pueda sobre la mesa y también bajo el árbol de Navidad. La ilusión es evidente. Los supermercados cierran sólo durante dos días, así que la excusa de aprovisionarnos en abundancia prácticamente carece de sentido. Ciertamente, lo que justifica ocultamente toda esa agitación consumista de fin de año es el dolor y el anhelo de que las fiestas no pasen inadvertidas, que estén llenas de toda clase de “bondades”, y que podamos procurarnos un festín “como debe ser”, en el que las carencias de un año entero puedan quedar en el olvido. Las personas hacen largas colas, regatean, hasta piden prestado, con tal de encontrar algo bueno y que esté al alcance del bolsillo de cada quien.

En su origen, esa búsqueda de hacer de estas fiestas algo inolvidable es algo cierto, algo lleno de verdad. La festividad no es sólo un signo temporal marcado en el árbol genealógico de la humanidad, no es solamente el símbolo de una realidad salvadora de hace dos mil años, ni siquiera es el cierre de un ciclo de acontecimientos. Es la conciencia mística de la vida en la metahistoria, allí donde Cristo, el eterno, llena de inmortalidad nuestra efímera existencia. Por eso es que todas las festividades religiosas van acompañadas y se emparentan con la Divina Liturgia, es decir, la entrada de la Iglesia en el Reino de la Santisima Trinidad, tal como se proclama en la bendición inicial: “Bendito sea el Reino del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos”.

La hiperactividad específica de las fiestas es, de hecho, el temor a no quedar anónimos mientras otros son sellados con la luz que no fenece. Los lucecitas en el árbol y en los balcones de las casas no son sino la expresión del anhelo humano de la luz infinita, es decir, la Gracia. Sin embargo, pocos son los que entienden, en la interioridad silenciosa de su alma, que la verdadera Navidad es también una mística, callada, de sacrificio y dolor abnegado. La alegría de la Navidad, a menudo traducida en delicias gastronómicas, especialidades cinegéticas o mentalidad de Gadara, ensombrece algunas veces el sentido fundamental del descenso de Dios entre nosotros.

Los días previos a la Navidad, en los cuales la gente acumula frenéticamente toda clase de “bondades”, son, de hecho, los últimos días de la gestación divina. La Virgen encinta se acerca al momento en que la Vida del universo habrá de brotar de su vientre. Son días de peregrinación, de un viaje agotador para una virgen en el noveno mes de embarazo, días de pernoctar a la intemperie, de buscar en dónde alojarse. Son días de un intenso sufrimiento, como modelo fundamental del dolor que acompaña a cualquier fuente de luz. La Virgen María comienza el largo camino al cielo, apartándose de las cosas del mundo, de su propia ciudad, y de sus parientes y conocidos. El pesebre está por convertirse en la catedral de los cielos. Los ángeles han preparado durante miles de años sus solemnes coros para el momento que está por llegar. La Virgen se alista para parir sola, en un frío establo, entre animales, al Hijo eterno de Dios. Este es también el sentido teológico del ayuno de la Natividad del Señor, como una peregrinación en la luz, como renuncia a los placeres, como búsqueda de la ciudad primordial de la humanidad, es decir, el Paraíso, y como nacimiento espiritual de Cristo en nuestros corazones.

Pero... en medio del bullicio de estas fiestas, hay alguien que llora en silencio. Ella, que es más excelsa que los cielos, más venerable que los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines, se prepara, entre lágrimas, para dar a luz a Dios.