¿Amas a Dios?
Cuando estamos agobiados, ¿corremos a descansar en la oración, en Aquel que amamos, o viéndolo como un castigo que tenemos que cumplir, decimos, “¡Uff! ¿Es que es obligatorio terminar con mi regla de oraciones?” ¿Qué es lo que nos hace falta, que nos sentimos así cuando se trata de orar?
Y cuando hablamos del amor, no nos referimos a las virtudes que en algún momento adquiriremos, sino al corazón que ama a Cristo y a los demás. Detengamos nuestra atención en lo siguiente: Cuando vemos a una mamá con su bebé en brazos, besándolo y mimándolo... ¿notamos cómo se ilumina su rostro? El hombre que está con Dios nota todo esto, le impresiona y, sediento, dice. “¡Si tan sólo pudiera tener ese mismo amor para mi Dios, para mi Cristo, para mi Santísima Madre, para todos nuestros santos!”. Sí, así es como deberíamos amar a Cristo, a Dios. Si deseamos alcanzar tal forma de amor, podemos adquirirlo, por medio de la gracia de Dios.
Pero, ¿acaso sentimos esa misma vehemencia, por Cristo? Cuando estamos agobiados, ¿corremos a descansar en la oración, en Aquel que amamos, o viéndolo como un castigo que tenemos que cumplir, decimos, “¡Uff! ¿Es que es obligatorio terminar con mi regla de oraciones?”? ¿Qué es lo que nos hace falta? ¿Por qué nos sentimos así cuando se trata de orar? La respuesta es que nos falta amor divino. Y el problema es que tal forma de oración no tiene ningún valor. Al contrario, podría llegar a ser dañina para nosotros mismos. Si nuestra alma se encoge, haciéndose indigna del amor de Cristo, entonces Cristo rompe todos los vínculos, porque Él no quiere estar cerca de almas “groseras”. El alma debe recuperarse, para hacerse digna de Cristo, para arrepentirse setenta veces siete (Mateo 18, 22).
El verdadero arrepentimiento implica también la santidad. No digas, “pasan los años y sigo siendo indigno...”, sino “recuerdo que tuve también mis días anodinos, cuando vivía lejos de Dios...”. Yo también atravesé períodos inútiles de mi vida. Tenía doce años cuando me decidí venir al Monte Athos. ¿Que no es para tanto? Desde luego que era un niño, pero estuve doce años lejos de Dios. ¡Suficiente tiempo!
Escuchen lo que dice San Ignacio Brianchianinov: “Todo el trabajo físico y espiritual que no es acompañado del dolor o del sacrificio, es inútil, porque el Reino de los Cielos se gana con esfuerzo, entendiendo por esfuerzo el trabajo físico con dolor”.
Cuando amas a Cristo, te esfuerzas, pero es un sacrificio bendecido. Sufres, pero con alegría. Haces tus postraciones, oras, porque estas son formas de la añoranza divina. Y también lo son el dolor, la saudade, los suspiros, la felicidad, el amor. Las postraciones, el permanecer en vigilia, el ayuno... son también esfuerzos que se hacen por Aquel que nos es amado. Te esfuerzas, para vivir a Cristo. Pero este sacrificio no se hace por necesidad, no es forzoso. Todo lo que haces como penitencia te trae sólo un enorme mal, tanto para tu propio ser, como para tu trabajo. La coerción y la fuerza no provocan sino encono. El esfuerzo hecho por Cristo, la verdadera añoranza es el amor de Cristo, es sacrificio. Así lo sintió también David, diciendo, Mi alma suspira y hasta languidece por los atrios del Señor (Salmo 83, 2).
(Traducido de: Părintele Porfirie, Ne vorbește părintele Porfirie, Editura Egumenița, p. 182-183)