¡Apreciemos la belleza que nos rodea!
¡Hay tantos motivos para ser felices! La vida nos da un cúmulo de cosas bellas que, si sabemos apreciarlas y entenderlas, nos llenan el ser de una fuerza extraordinaria, para que podamos vencer todo lo desagradable y las aflicciones.
A menudo nos preguntamos si esta vida tiene sentido y si vale la pena vivirla. Es innegable que hay una gran cantidad de cosas desagradables relacionadas con nuestra existencia terrenal. Cada día las encontramos, como obstáculos y pruebas difíciles de superar. El mal está presente en todas partes.
¡Pero hay tantos motivos para ser felices! La vida nos da un cúmulo de cosas bellas que, si sabemos apreciarlas y entenderlas, nos llenan el ser de una fuerza extraordinaria, para que podamos vencer todo lo desagradable y las aflicciones.
Por ejemplo, vemos cómo el amanecer nos trae el cántico de la luz y el gorjeo de las aves; las aguas corren susurrando alegremente, la vida florece aquí y allá. El hombre bueno trabaja y ora. Quien haya presenciado un amanecer en (las montañas) Piatra Craiului querrá vivir, descubrir el sentido de la vida. ¡Y, al anochecer, sobre todo en agosto, cantará misterios a través del follaje y llorará a la luna un amor no correspondido!
¡Cuánta belleza hay en este mundo! Tristemente, el hombre de hoy no tiene tiempo para apreciarla…
¿Cómo decir que no vale la pena vivirla, cómo afirmar que no tiene sentido, si existen las flores? ¡Veamos los frutos del campo y de los árboles, veamos a los niños corriendo! ¡Cuántas criaturas, cuántos prodigios, cuántas invitaciones a admirar la belleza que nos rodea! Quien no haya amado una flor, una muchacha, un niño, una alborada o un ocaso, quien no haya entendido el triste canto de las aguas del río y no haya conocido la alegría de su propio crecimiento, no le encontrará sentido a la vida, ni entenderá por qué merece ser vivida.
En nuestras manos está descubrir la vida y su sentido. Esa es nuestra elección. Podemos elegir ataviar nuestra alma y alegrarnos. ¿Por qué, entonces, dudamos tanto?
(Traducido de: Ernest Bernea, Îndemn la simplitate, Editura Anastasia, 1995, pp. 121-122)