Cautivos de un futuro imprevisible
Sin Dios, nuestro devenir es un simple andar hacia ninguna parte. Un andar sin propósito, buscando una causa que pueda ser culpada, eventualmente, después.
Cuando tiene la mirada puesta en el futuro como único objetivo, el hombre está listo para cometer errores irreparables, culpando a otros, a su pasado y su pesada carga hereditaria, a la divinidad, a cualquier persona o a cualquier cosa. Todos, menos él mismo, le parecen parte de una coalición que pretende bloquearle las puertas que podrían llevarle a cumplir sus sueños. También nosotros estamos dispuestos a abalanzarnos a lo desconocido, con la determinación de un elefante que atraviesa una carretera sin pensárselo dos veces, viendo un futuro luminoso al otro lado del camino. Sin ver las cosas en perspectiva. Sin evaluar nuestras propias posibilidades. Sin saber si el resultado merece el esfuerzo.
Quemamos los puentes y destruimos todos los caminos, envenenamos los pozos e incendiamos los sembradíos, decididos a no volver jamás aquí. Pero no queremos entender que somos inducidos a huir definitivamente de nuestra propia vida, abandonando la realidad en favor de un sueño del que apenas sabemos que existe. Muy a menudo, aquellos que nos describen los “Campos Eliseos” situados fuera de nuestra zona de confort, son actores pagados para fingir un sueño. Muchas veces se ha hablado de la separar la obra de la vida del autor. Actualmente, cuando todos somos autores en las “redes sociales” o en nuestro propio “blog”, el esfuerzo por separar la obra deviene en una acción de moda, exponiendo demasiada hipocresía, como una muy buena opinión de nosotros mismos. Y nuestras palabras diarias, aunque buenas, bellas o inspiradas, pueden ser contradecidas inmediatamente por nuestros propios actos, sin que esto implique alguna contrariedad. De hecho, parece preferible semejante dualismo duplicitario a una actitud sincera, que un autor contemporáneo describía, sorprendentemente, así: “lo que hay fuera de mí, también lo hay dentro”.
Viendo estrictamente al futuro, el hombre moderno recurre a esas personas que saben marcarle el camino más corto hacia el punto final. Aunque el sitio del punto final no esté claro, y esos “consejeros” tengan una dudosa competencia en el asunto. Luego, en la mayoría de campos han aparecido personajes con raras destrezas, hábiles para cualquier cosa, guiados por toda clase de logros perdidos. Y el esfuerzo de estos individuos que, según las características del puesto, fingen su inteligencia, no es algo gratuito. A muchos de nosotros les consta enormemente ese desvío en el camino: la enajenación de la propia alma. Gradual e irreversiblemente.
Los vendedores de ilusiones nos piden, hoy en día, cambios espectaculares en nuestra forma de ser. Y no solamente en lo individual, sino también en lo colectivo, de manera que nos hagamos, de alguna forma, completamente distintos. Y estas modificaciones buscan, probablemente, un propósito final bien calculado, desde el momento en que se hacen tantos esfuerzos para darles una lógica y se modela un surco con lo que hasta ayer llamábamos “cambio”. Es suficiente con que una persona de voz fuerte y el valor necesario señale el camino, y muchos de nosotros partiremos en esa dirección, olvidándonos de cualquier principio orientador.
Sin Dios, nuestro devenir es un simple andar hacia ninguna parte. Un andar sin propósito, buscando una causa que pueda ser culpada, eventualmente, después. Sin Dios, no somos sino unos simples prisioneros de nuestros tiempos, con muy pocas posibilidades de construir un futuro e incapaces de conservar la herencia de un pasado del que no hemos aprendido nada.
Se dice que el tiempo lo sana todo. Todo, diría yo, a excepción de las heridas causadas justamente de la pérdida de tiempo, como acto voluntario, asumida por nosotros en la esperanza de que, una vez al amparo de un lugar lejos de aquí, podremos recuperar todas las cosas preciosas que dejamos atrás. Solamente que, tanto el destino como el estado con el que llegaremos a él, todavía parecen borrosos. La ilusión de un futuro mejor, aunque muy lejano, viudo de Dios y falto de nosotros, es como un caballo de Troya al que se le ha permitido pacer en medio de la ciudad. Su apariencia inofensiva encierra duras frustraciones y dramas muy profundos. Y nosotros, quienes dedicamos nuestra vida a simples figuraciones, tenemos todas las posibilidades de quedarnos vacíos de nosotros mismos, cautivos en un futuro imprevisible.