¿Cómo puedo hacer para que el maligno me deje en paz?
La cercanía con Cristo, cuando obramos con simplicidad, con calma, sin forzar nada, hace que el demonio huya.
El arma más importante para luchar contra el maligno es la Venerable Cruz, porque le aterra. Por tal razón, al persignarnos tenemos que hacerlo correctamente, juntando los tres primeros dedos de nuestra diestra, para después tocarnos la frente, el vientre, el hombro derecho y, al final, el hombro izquierdo, formando, precisamente, una cruz. Cuando nos persignemos también podemos hacer algunas postraciones.
Esa cercanía con Cristo, cuando obramos con simplicidad, con calma, sin forzar nada, hace que el demonio huya. Recordemos: el maligno no se va a la fuerza. Al contrario, se le aleja con la mansedumbre y la oración. Se desvanece, cuando ve que el alma lo desprecia y vuelve amorosamente a Cristo. El demonio no soporta el desprecio, porque es un soberbio. Cuando lo azuzamos, se pone en guardia y empieza a atacarnos. Por eso, no hace falta estar pensando todo el tiempo en él ni orar para que se vaya. Mientras más lo hagamos, más nos molestará. Lo que hay que hacer es despreciarlo, no atacarlo de frente. Cuando nos decidimos a luchar abiertamente con él, se vuelve como un tigre, como una fiera salvaje. Si le disparas una bala, él te arroja una granada de fragmentación. Si le tiras una bomba, él te responde con un misil. Por eso, el mejor consejo es no dirigir la mirada a donde está el maligno, sino mirar a los brazos de Dios, abandonarnos allí, y avanzar. Entreguémonos a Dios, amémoslo, pero también acostumbrémonos a estar alertas. Esa perspicacia es necesaria para el hombre que ama a Dios.
(Traducido de: Ne vorbește părintele Porfirie – Viața și cuvintele, Traducere din limba greacă de Ieromonah Evloghie Munteanu, Editura Egumenița, 2003, pp. 252-253)