La fe no consiste solamente en creer que Dios existe, sino también en creer en Su Sapientísima Providencia, que gobierna a Sus criaturas y dispone todo para nuestro bien: “No os toca a vosotros saber los tiempos y las circunstancias que el Padre ha fijado con Su autoridad” (Hechos 1, 7) y a cada uno de nosotros le ha establecido un tiempo de vida, ya desde antes de que naciéramos, porque “¿No se venden dos pájaros por unos cuartos? Y, sin embargo, ninguno de ellos cae en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre” y “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá” (Mateo 10, 29; Lucas 21, 18).

Dios nos cuida más de lo que nosotros podríamos cuidarnos a nosotros mismos. Él obra nuestra salvación, pero, a pesar de esto, no quiere que la encontremos en los placeres de esta vida, sino en las aflicciones, las privaciones y la enfermedad. ¿Es que nuestros padres y nuestras madres entraron cómodamente al Cielo? ¿Acaso no llegaron a la salvación, siguiendo el angosto camino del dolor? Sufrieron, pero no perdieron el coraje ni la esperanza, y esto los llenó de gozo aun en los momentos de más dura aflicción física y espiritual; y, debido a su paciencia y humildad, alcanzaron la paz más profunda e incluso recibieron incontables dones espirituales.

(Traducido de: Ne vorbesc Stareții de la Optina, traducere de Cristea Florentina, Editura Egumenița, 2007, pp. 163-164)