Palabras de espiritualidad

¡Creo, Señor!

  • Foto: Oana Nechifor

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Creo en Dios. Sé que no nos abandonará, aunque hayamos olvidado ofrecerle el lugar debido en nuestra alma. Y, por eso, creo en la humanidad. Creo, con la paciencia de aquel que intenta descubrir, indiferentemente de las circunstancias, el rostro del Padre celestial reflejado en la mirada de cada uno de nosotros.

Yo creo en las personas. Aunque a menudo me resulte más simple, quizás, ho hacerlo. Adoptar la actitud rígida-escéptica de aquel que ha visto suficiente traición en su vida para no volverse a dejar engañar por gestos astutos y bellas palabras.

Yo creo en mis semejantes, sin considerarme en nada diferente a esos —buenos o malos— que andan por los caminos de este mundo, en estos tiempos tan adversos para la humanidad. Creo en lo que somos y, especialmente, en lo que podemos llegar a ser, bajo la señal de la Verdad entendida como forma de vida, no como un simple concepto abstracto.

Creo en Dios. Y a mi fe no se le puede oponer sino la nada concebida desde maléficos impulsos y envuelta en las arteras y vacías palabras que hoy en día ensombrecen nuestra existencia. Yo creo. Y esto no me hace en absoluto diferente a los demás.

La fe es lo que nos une, no lo que nos separa. Eso sí, con una sola condición: que sea sincera y pura, no un eslogan repetido incansablemente, con los ojos puestos en el reloj, esperando que llegue la pausa para comer o el fin de la jornada de trabajo. Y en este punto habría que explicar muchas cosas, empezando, probablemente, con la sensación que tengo, recientemente, que algunos detractores de la Iglesia declaman sus propias convicciones sin que estas les pertenezcan, como si fuera una tarea por cumplir. Ingrata, agobiante, pero con el propósito de ponerles, finalmente, el pan sobre la mesa.

Todos hemos visto y escuchado tal clase de personas. Enquistados en rígidos patrones de pensamiento, carentes de toda preparación intelectual para dialogar, violentos cuando son expuestos y obligados a salirse de las líneas que se les han trazado. La existencia de estas personas —dedicada a ciertas causas que no les pertenecen— no me enfada, sino que me entristece... Esto, porque no hay nadie que se aparte más de su estatuto de humano, que aquel que se traiciona a sí mismo, engañando a sus semejantes. Indiferentemente de los privilegios obtenidos como consecuencia de la traición. O, talvez, precisamente por causa de estos...

Yo creo en mi generación. Creo en la lucha en la que todos participamos para ser lbres y fuertes, ya sin los afanes de algunos por llevarnos a la destrucción lenta o a la parálisis inmediata. Durante mucho tiempo fuimos alimentados solamente con lemas que no entendíamos. A mi generación, que es una de sacrificio, se le había prometido un futuro luminoso, así fuera envuelto solamente en la tenue luz de la mitad de nuestras vidas. Y aquí estamos, habiendo llegado a ese momento de nuestra existencia. Y el camino está inundado por cortinas de humo, que no nos dejan ver el pantano al que somos atraídos, y que nos impiden al menos darnos cuenta de si vamos hacia adelante o hacia atrás.

Con todo, creo. Creo firmemente que vamos a saber elegir el camino correcto, dejando que pase a nuestro lado, sin tocarnos, el veneno de las palabras duras, aparentemente buenas, que tienen como único fin desviar nuestra mirada del único faro que podría guiarnos en estos tiempos tan sombríos: la Iglesia. Y aún hay muchas personas, pobres de alma, que sobreviven sin sentido alguno, escarbando entre las humeantes ruinas del comunismo. Ideologías fundamentadas en la manipulación, vidas basadas en las apariencias...

Creo en nuestra capacidad de creer, con la fuerza y la actitud de aquel que conoce bien a sus amigos, conocidos, vecinos y compatriotas, sabiendo que estos no se dejarían engañar por minucias baratas, lingüísticas o de cualquier otra clase, de esas que nos son arrojadas para que cedamos, a cambio, nuestras almas inmortales. Aunque no sea fácil, aunque tengamos que nadar contra la corriente, aunque ya no sepamos con exactitud qué debemos hacer, cegados por el brillo de los abalorios que nos rodean, sé bien que, en los momentos más terribles, encontraremos siempre las fuerzas para repetir también nosotros, con lágrimas: “¡Creo, Señor, pero ayuda mi poca fe!” (Marcu 9, 24).

Creo en Dios. Sé que no nos abandonará, aunque hayamos olvidado ofrecerle el lugar debido en nuestra alma. Y, por eso, creo en la humanidad. Creo, con la paciencia de aquel que intenta descubrir, indiferentemente de las circunstancias, el rostro del Padre celestial reflejado en la mirada de cada uno de nosotros. Y esto es precisamente lo que me determina siempre a creer.

 

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