"¡Cruz santa, duerme a mi lado, Cruz santa, levántate conmigo!"
Solo, en aquella inmensa oscuridad interrumpida continuamente por los rayos, detenido en esa acera llena de charcos, me hice la Señal de la Cruz.
Recién había terminado la educación secundaria. Una tarde, viniendo de visitar a un amigo, mientras atravesaba rápidamente las vacías calles de la “Ciudad de las acacias” (Suceava, Rumanía). me comenzó a angustiar la posibilidad de que la lluvia me pillara antes de llegar a casa. El cielo se había encapotado súbitamente y un fuerte viento se abría paso entre los edificios, silbando sonoramente por todas partes. Cuando aún me hallaba en la zona conocida como Mărăşeşti, la tormenta se desató. Llovía a cántaros y entre vendavales, mientras los relámpagos alumbraban a intervalos los oscuros edificios de apartamentos y las filas de árboles que, aterrorizados, presenciaban aquella sobrecogedora escena. Empapado, no me quedaba más que seguir la línea del pavimento, entre luces y sombras, mientras mis pensamientos volaban hasta Ana, esposa del maestro Manole1.
En un momento dado, el temor se apoderó de mí. No podía controlarlo. Pero tampoco quería aceptar que estaba asustado. Eso no iba conmigo. Me detuve. Quería analizar, entender qué me estaba pasando. Era un estado que provenía de afuera. Y, con todo, no conseguía explicarme qué era. En ese momento, bajo la intensa lluvia, rodeado de todos esos árboles que se sacudían frenéticamente intentado asustarme, me acordé de mi abuela, con quien viví hasta los seis años. Todo el día me enseñaba cosas. Había criado diez hijos y un buen número de nietos. Por eso sabía tan bien cómo formar a un niño.
—Si alguna vez sientes miedo, hazte la Señal de la Cruz. ¿Sabes cómo se hace? —Y me enseñó a hacerlo—. Si no puedes hacerla con tu mano, persígnate el cielo de la boca con tu lengua.
Solo, en aquella inmensa oscuridad interrumpida continuamente por los rayos, detenido en esa acera llena de charcos, me hice la Señal de la Cruz. No con la mano derecha, como debe hacerse, sino —aún no sé bien por qué— con la lengua, en el cielo de la boca. Y... funcionó. El miedo que sentía desapareció instantáneamente. Me sentí aliviado, ligero. Mi estado de espíritu cambió completamente. Me llenó un fuerte deseo como de empezar a bailar. Me puse nuevamente en marcha, pero ahora sentía la lluvia como una bendición, como un don. Luego de un minuto, una incontenible sonrisa cubrió mi rostro, sin podérmelo explicar. Ya no tenía prisa por llegar a casa. Hubiera querido abrir mis brazos y abrazar a todo el mundo. La lluvia y el viento ya no me amedrentaban, sino que me hablaban de la grandeza de Aquel de Quien tanto me había hablado mi abuela. Estoy convencido de que ella conocía misterios que todos mis profesores, juntos, ignoraban, cosas que no habrían podido enseñarnos.
—Abuela, ¿no te da miedo atravesar sola el pueblo, cuando ya está oscuro?
—No. ¿A qué habría de temerle?
—A los perros... a la noche...
—Nooo...
—¿O atravesar el bosque? Allí hay lobos, osos...
—¡Eh! Viviendo en la montaña, ¿cuántas veces no tienes que atravesar el bosque, aún de noche? No hay nada que temer. Tu ángel te protege. Bueno, sólo hay una cosa que me asusta: enojar a Dios. Ven aquí. Te voy a enseñar una oración, para que ya nada te dé miedo. Anda, repite conmigo:
“Cruz santa, duerme a mi lado,
Cruz santa, levántate conmigo,
Ángel santo, protégeme,
Señor, ¡ten piedad de mí!”.
“—Señor, ¡ten piedad de mí”, dije yo también, al terminar.
Me la aprendí de memoria. Luego... la olvidé. Escuela, bachillerato... Con el tiempo, en algún momento de aflicción, recordé todas estas cosas, y me ayudaron. En verdad, tenía mucho por recordar.
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1 Personajes de una antigua balada rumana. En el momento principal del relato, Ana, esposa del maestro Manole —un talentoso costructor que había recibido el mandato de edificar la más bella catedral del mundo—, acude al lugar de la obra, enfrentando con valentía las inclemencias del tiempo. (N. del T.)