Cierto día, un hombre se tropezó con una bolsita llena de piedras de colores, cuando caminaba a la orilla de un lago. Sin meditarlo mucho, se agachó, tomó aquel saquito y, volviéndose a casa, comenzó a arrojar una a una las piedras al agua, intentado torpemente asustar a los pájaros que revoloteaban sobre el estanque. Cuando le quedaban sólo dos o tres de aquellas piedrecitas, listo para seguirlas arrojando y comprobar su puntería, se topó con un vecino que pasaba por el lugar. Después de saludarlo, éste le preguntó qué contenía aquella bolsa. Entonces, nuestro hombre le mostró las dos o tres piedras que aún no había lanzado. Intentando controlar su asombro, el vecino alcanzó a preguntarle:

‒ ¿De dónde sacaste este tesoro? ¡¿No ves que son piedras preciosas?!

Al escuchar estas palabras, nuestro hombre se arrojó, desesperado, al agua, tratando de recuperar las preciosas piedras que irreflexivamente había lanzado. Lo mismo hacemos nosotros con los días de nuestra vida. Cada día, cada semana, cada mes y cada año son tesoros que arrojamos insensatamente, pero cuando nos damos cuenta de ello, ya es imposible recuperarlos.

(Traducido de: Adrian Alui Gheorghe, Părintele Iustin Pârvu: o misiune creștină și românească, Editura Doxologia, Iași, 2013, pp. 153-154)