Palabras de espiritualidad

Cuando le confiamos el alma a nuestro confesor…

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Cuando el creyente se abre así, de un modo perfecto e irrepetible, que, definitivamente, implica una confianza máxima en su confesor, este acepta la posibilidad de guiar a esa alma que se arrepiente.

El arrepentimiento, como sacramento, es el punto culminante en el cual el padre espiritual se encuentra con su discípulo y por el cual tiene la posibilidad y el deber de adentrarse en los más recónditos recovecos del alma humana; por medio del Sacramento de la Confesión, el sacerdote tiene que orientar y ayudar a la persona a revelarse hasta en sus más mínimos detalles, a abrirse ante Dios y ante él mismo, sin esconder nada, para vencer la maldad, la falsedad y la vergüenza de manifestar determinadas cosas o el querer esconderlas. Luego, cuando el creyente se abre así, de un modo perfecto e irrepetible, que, definitivamente, implica una confianza máxima en su confesor, este acepta la posibilidad de guiar a esa alma que se arrepiente. Porque el hombre que se arrepiente, viene y confía su alma en manos del sacerdote.

Haciendo esto, el creyente actúa como un enfermo que acude al médico. A menudo, cuando sufrimos por causa de alguna enfermedad, no deseamos acudir al médico, confiados en que nosotros mismos podremos superar dicha dolencia por nuestros propios medios. También hay enfermedades que, por su naturaleza, nos llenan de rubor o preocupación de tan solo pensar que tenemos que acudir al médico. Y la persona duda por un momento, esperando que aquel dolor desaparecerá solo. Pero esto no ocurre. Entonces, se hace imperioso ir con el médico y presentarle su caso. Y, muchas veces, este le prescribe un tratamiento o una terapia muy desagradable. Pero no le queda más que someterse y forzarse a cumplir con lo que le ha prescrito el médico, para vencer la enfermedad y seguir con vida.

Una cosa semejante sucede con el Sacramento de la Confesión. El enfermo se pone en manos del médico, del cirujano, y se sube a la mesa de operaciones, siendo consciente de que basta un mal movimiento de la mano del médico para perder la vida. Pero, indiferentemente de esto, asume ese riesgo, con la esperanza de que el cirujano hará bien su labor, y que Dios le ayudará a sanar.

(Traducido de: Protoiereul Vladimir VorobievDuhovnicul și ucenicul, Editura Sophia, București, 2009, pp. 11-12)