Cuando un justo de Dios vuelve a la Patria celestial…
Un venerable monje dijo: “el cristiano tiene que sentir la agonía del Señor en en el jardín de Getsemaní”. Esto es exactamente lo que sucede con el asceta verdadero: el “martirio de la conciencia”.
La muerte de un asceta, amados hermanos, no tiene nada de la desgarradora tristeza de cualquier otro deceso “ordinario”. Es solamente el sereno final de una vida llena de fe, el comienzo de un camino certero hacia la eternidad. Para el asceta, la muerte es el norte que lo guía diariamente y hacia el cual mira con una nostagia silenciosa. Sin embargo, para los demás, hermanos y amigos, la partida de un hombre santo constituye una pérdida verdaderamente incalculable, al menos desde el punto de vista de la realidad sensible.
Para el asceta, la vida terrenal es más que un drama, porque, en el plano consciente, lo que él hace es librar una lucha cruenta y sin tregua “contra los principados y potestades de la oscuridad” (Efesios 6, 12). No obstante, el drama de este atleta desconocido se transforma en una divina iniciación. Un venerable monje dijo: “el cristiano tiene que sentir la agonía del Señor en en el jardín de Getsemaní”. Esto es exactamente lo que sucede con el asceta verdadero: el “martirio de la conciencia”.
De manera que, si más allá de lo divino y su grandeza, para los hombres verdaderamente grandes, la lucha moral deviene en algo totalmente dramático, sin duda la muerte es una liberación, es la última bendición del Cielo. “El justo, aunque muera prematuramente, encontrará su descanso” (Sabiduría 4, 7).
Con estos pensamientos y sentimientos, y con los ojos llenos de lágrimas, tomé mi cayado y partí a la lejana soledad del Monte Athos. Sentía que mi humilde existencia se ponía al servicio de un misterio. Quien me llamaba era un anciano de cabellos y barba como la nieve, cuya vida era una oración incesante, un sublime canto cristiano, para estar junto a su lecho de muerte y ser testigo de su último aliento. Caminé decididamente, dispuesto a llegar lo antes posible a donde me esperaba mi amigo, el asceta Nicodemo, quien estaba a punto de partir a la eternidad. A pesar de ir solo, en ningún momento pude dejar de de hablar. Y decía: “Señor… ¡cómo todo se llena de una santa transparencia, cuando el corazón humano sufre por amor! ¡Todo nos habla del Amor, cuando nuestros corazones se vuelven como los de los niños! ¡Y todo se llena de paz y serenidad, cuando alguien se dirige a donde un santo muy amado está por dormirse…! ¿Qué podré cantarte, hermano Nicodemo? ¿Con qué manos podré tocar tu cuerpo puro? ¿Cómo te daré sepultura, piadoso y amado Asceta?”. Y el llanto no dejaba de brotar de mis ojos...
(Traducido de: Teoclit Dionisiatul, Dialoguri la Athos, Vol. I – Monahismul aghioritic, traducere de Preot profesor Ioan I. Ică, Editura Deisis – Mănăstirea Sf. Ioan Botezătorul, Alba Iulia, 1994, pp. 163-164)