Palabras de espiritualidad

¿Cuántas clases de castidad existen?

  • Foto: Oana Nechifor

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La castidad exterior, que consiste en no cometer materialmente ningún pecado carnal, no es de ninguna utilidad al cristiano, si por dentro éste alimenta un permanente y silencioso deseo de desenfreno.

“¿Qué hay más dulce, más maravilloso y más refulgente que la castidad? De ella brotan rayos más brillantes que la luz del sol, que nos alejan de todo lo que pertenece a este mundo y nos preparan para ver con ojos puros al Sol de justicia”. Sin embargo, para que sea agradable a Dios, la castidad debe ser pura y carente de toda mancha. Si del matrimonio se pide que brille de pureza, ¡en mayor medida es esta necesaria para la verdadera castidad! Sobre ella debe arder, permanentemente, la candela de la sincera virtud, para que sea auténtica.

El vínculo del matrimonio requiere el amor entre esposos. Pero el amor a Dios se manifiesta de mejor manera con la virtud de la vida en pureza. El que se casa, le confía a su esposa que estaría dispuesto a morir por ella. Pero el que decide preservar su virginidad, asumiendo voluntariamente la soledad, debe amar a Dios aún más que a cualquier otra cosa en este mundo. De lo contrario, ¿para qué aceptar semejante peso, si su amor a Dios no es mayor que el que siente por cualquier cosa terrenal?

Los esposos se manifiestan su amor por medio de la recíproca fidelidad. El que es virgen, sin embargo, debe manifestar su amor a Dios por medio de una inmutable fidelidad a Cristo y su perseverancia en la pureza. Porque cualquier desvío significaría traicionar a Dios.

La castidad puede ser tanto exterior como interior. La castidad exterior es aparente, falsa. Solamente la castidad interior es apreciada por Dios. La castidad exterior, que consiste en no cometer materialmente ningún pecado carnal, no es de ninguna utilidad al cristiano, si por dentro éste alimenta un permanente y silencioso deseo de desenfreno. El que quiera alcanzar la castidad interior, debe incesantemente purificar su corazón de todo pensamiento de desenfreno, inoculado por el mismo demonio, buscando siempre la contrición, con cuyas lágrimas se limpian las manchas de las vilezas espirituales de quienes caen en la lujuria.

Luego, la castidad debe vivirse interiormente, con amor verdadero hacia Dios, con un bendito fervor al sacrificio, con una incesante purificación del alma y una permanente esperanza en la vida de los ángeles. El que es verdaderamente casto debe luchar decididamente, hasta dar su sangre (Hebreos 12, 4), contra sus propias bajezas y con los demonios del hedonismo. Debe odiar los pensamientos de dulzura viciosa, impidiendo que alcancen su alma las saetas que el maligno le lanza. En ningún caso debe invocar voluntariamente esos pensamientos, ni solazarse con ellos, de acuerdo a lo que dice San Isaac el Sirio: “verdaderamente casto es ése que no solamente preserva su cuerpo de toda mancha, sino que incluso se avergüenza de sí mismo cuando se queda solo.

Y continúa San Isaac: “lleno de pureza no es el hombre que, en momentos de lucha, esfuerzo y afán, deja de experimentar pensamientos inmundos, sino quien, con un corazón sincero, limpia los ojos de su mente y no le deja entregarse a los pensamientos perversos. Entonces, la pureza de su conciencia manifiesta, en la luz de sus ojos, su fidelidad a la ley de la castidad. Su pudor —cual tapiz— cubre el secreto altar de sus pensamientos, y su candor —como una virgen joven— se guarda para Cristo, por medio de la fe”.

“¡Dichoso del que se esfuerza en agradarle a Dios, manteniendo puro su propio cuerpo, haciéndolo iglesia santa de Cristo Señor!”, dice San Efrén el Sirio. Y San Juan Climaco, define la castidad como “la pureza del corazón y del cuerpo”, agregando que, “la castidad es también inocencia. ¡Y con razón! Porque ella es la precursora de la resurrección común y la incorrupción de los cuerpos”. Pero también es importante que quienes guardan su virginidad, así como los monjes, no lleguen a creer que cualquiera actividad del cuerpo es ya un pecado en contra de su pureza y castidad.

Conozcamos los sabios juicios de San Antonio el Grande en este tema. Él dice: “Debes saber que el cuerpo tiene un movimiento natural, completamente normal. Este movimiento no deviene en pecado, cuando el alma no lo desea así. Es una simple manifestación física, carente de cualquier deseo. Hay otra forma de este impulso, que aparece al comer y beber en exceso. Y cuando tal calor aparece en el cuerpo, puede ocurrir también su turbación.

El Santo Apóstol Pablo dice: “Y no se embriaguen con vino, porque allí está la perdición... (Efesios 5, 18). De la misma forma habló el Señor a Sus discípulos, en el Evangelio: “Cuíden de ustedes mismos, no sea que una vida materializada, las borracheras o las preocupaciones de este mundo los vuelvan interiormente torpes” (Lucas 21, 34). A los que se esfuerzan en la pureza les ocurre también un tercer tipo de movimiento, proveniente de la astucia y el odio de los demonios. En consecuencia, debemos saber que el impulso del cuerpo puede ser de tres formas: el primero, natural; el segundo, causado por el hartazgo y la bebida; y el tercero, provocado por los demonios.

(Traducido de: Arhim. Serafim Alexiev, Curăția – tâlcuire la rugăciunea Sfântului Efrem Sirul, Editura Sophia, pp. 26-30)

 

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