Palabras de espiritualidad

¡Cultivemos las flores de las virtudes en nuestros corazones!

  • Foto: Crina Zamfirescu

    Foto: Crina Zamfirescu

Merece la pena conocer y reconcilarnos con nuestro ser real, de tal forma que podamos transformarlo y no limitarnos a nuestra apariencia exterior, esperando parecer buenos y recibir la honra de los demás.

Hace algunos años, un monje me dijo: “Siento que mi vida entera es como un puñetazo en el vientre de Dios, pero Él lo que hace es amarla y consolarla”. Aquel monje odiaba todos los actos que había cometido contra Dios. El pecado ya no le tentaba. No era la misma persona de antes. Había llegado a desconocer a su antiguo “yo”. Le dolía todo el tiempo perdido sin ningún propósito. Le dolían la trivialidad en la que había vivido, las tristezas sin sentido que había experimentado, la pureza perdida y la simplicidad extraviada en algún sitio. Se sentía indigno de ser amado, honrado e incluso recordado.

Si las personas supieran quién soy en realidad”, decía, “sentirían asco de mí”. No creo que sus pecados fueran tan terribles, pero así es como él los percibía, ya que había llegado al verdadero arrepentimiento. Había limpiado bien el jardín de su corazón, llenándolo después con el aroma de las flores de las virtudes.

Es importante ser muy cuidadosos cada vez que limpiemos el jardín de nuestro corazón. No sólo recordemos nuestros pecados, al confesarnos con frecuencia, como nos ha sido mandado, sino que también debemos analizar si seguimos amando tales pecados y cometiéndolos con facilidad. Es necesario examinar si hemos dejado que sigan echando profundas raíces en nuestro ser.

Todo esto requiere de un profundo análisis interior. Debemos encontrar nuestro verdadero “yo”, nuestra identidad real, nuestra imagen, nuestro ícono interior, lo que somos sin ninguna caparazón. No tomemos en cuenta lo que parece, sino lo que es. Sin máscaras, falsedades, hipocresías, sonrisas falsas, falsa cortesía y falsas reconciliaciones. Hechos nobles, sinceros, plenos, naturales, puros. No esos desafortunados, evasivos, improvisados y superficiales. Merece la pena conocer y reconcilarnos con nuestro ser real, de tal forma que podamos transformarlo y no limitarnos a nuestra apariencia exterior, esperando parecer buenos y recibir la honra de los demás. Esta lucha implica mucho esfuerzo, paciencia, insistencia, cuidado, conocimiento y, necesariamente, el auxilio de Dios.

Sin Él no podemos hacer nada de la forma debida. Nuestra oración es un aliado, soporte y fuerza. Pero el mejor fortificante de la oración es la humildad. Presentarme ante Dios desnudo, mudo, ignorante, débil. Y no comiences recordándote de esos a quienes no amas, de aquellas personas con las que no tienes una buena relación o de quienes te has enfadado. Debes visitar tanto el Getsemaní como el Gólgota. Acuérdate del gran amor de Cristo, Sus muchas obras, de las poderosas y protectoras oraciones de la Madre del Señor y de los santos que nos aman. Recuerda el amor de tus amigos, conocidos, parientes. Así, tu corazón se emblandecerá, se endulzará y comenzará a llorar. Entonces podrás acordarte, con facilidad e indulgencia, de esos que te han ofendido, de quienes han sido injustos contigo, de quienes te han hecho sufrir y te han perseguido. Con una oración semejante, humilde y misericordiosa, vendrá un sueño dulce que te hará descansar en verdad.

A pesar de la impotencia y el cansancio de los años, el Santo Apóstol Pedro dice, en su primera Epístola, que “el hombre escondido en el corazón” permanece vivo hasta el final. El deseo de amar es uno natural al corazón. Si no cumplimos con ese deseo, sufrimos. Y si realmente lo anhelamos, luchamos con fuerza y coraje, apartando todos los obstáculos que encontramos en nuestro camino y, llenos de entusiasmo, buscamos cómo alcanzar nuestro objetivo. Este gran amor caracterizó a los héroes y a los mártires. Es necesario cultivar al corazón en el sacrificio.

En los más bellos salmos del profeta David pedimos a Dios: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un firme espíritu.” [1]. Le pedimos fervientemente a Dios tener un corazón caracterizado por su luz, brillo, transparencia y pureza. Pero una cosa es lo que pedimos y otra lo que hacemos. Hay una profunda incongruencia entre nuestras palabras y nuestros hechos, una oposición, una enferma y agobiante antítesis. Debemos hacer todo lo que esté en nuestras posibilidades, para cultivar un corazón que sepa sufrir y que sea correcto, no retorcido y perverso.

(Traducido de: Moise Aghioritul, Omorârea patimilor, Ed. Εν πλω, Atena, 2011)

[1] Salmos 50, 12.