Da todo lo que puedas dar y alégrate porque tienes a quién darle
El tiempo que pasas con tu semejante es sacrificio, es amor, es paciencia.
El padre Juan, del Monasterio Durau (Rumanía), nos aconseja:
Recuerdo que aún era invierno. Esa mañana había visitado la Catedral de Iasi para venerar las reliquias de Santa Parascheva. Cuando me disponía a salir de un almacén cercano a la Catedral, ví que afuera, junto a la puerta, había un delgado anciano pidiendo limosna. Justo antes de mí, salió una niña de unos doce o trece años. Al encontrarse con el viejecito, la niña dudó un momento, dio dos o tres pasos, se detuvo, le tomó la mano y le dijo: “Perdóname, padrecito, ¡no tengo nada qué darte!”. Y, sin más, le besó la mano. Después, le preguntó: “Por favor, dime cómo te llamas”. Atónito, el anciano comenzó a llorar. Y después, la niña... y también yo. ¡Créanme, aquel viejecito acababa de recibir el más grande de los obsequios!
Cuando hablamos de ayudar al prójimo, hay dos tipos de comportamiento, para los cuales usamos dos palabras distintas. Una es “compasión”, que es un poco más distante, como cuando dices: “¡Pobre de él!”. La otra es la “empatía”, que es un estado que te lleva a alegrarte por poder compartir el dolor del otro. Le tomas la mano, lo ayudas y le dices: “Padrecito, no tengo dinero para darte. Sé que tienes necesidad. ¿Qué puedo hacer por ti?”, o simple y llanamente preguntarle: “¿Necesitas un par de zapatos?”.
Lo más precioso que tenemos es el tiempo. Pero no nos gusta brindárselo a los demás. “¿Qué quieres? ¿Acaso no ves que no tengo tiempo? ¡Déjame en paz!”. El tiempo. Sí, el tiempo es la más grande de las ofrendas que el hombre puede ofrecerle a su semejante.
“Da todo lo que puedas dar y alégrate porque tienes a quién darle”
Por eso, también son tiempos difíciles para la familia. Los padres, todo el día en el trabajo. Los niños, en casa. Cuando los padres vuelven, no tienen tiempo para hablar ya unos con otros, porque todos están cansados. “¿De qué te sirve ganar tanto, si no estás conmigo? Sería mejor ganar menos y compartir más conmigo”, dirá tu hijo. Terminamos de construir nuestra casa, quizás otra más... para después encontrarnos con que nuestro hijo ya creció y se va. Lo que debemos construir es el alma, es el amor.
El tiempo que pasas con tu semejante es sacrificio, es amor, es paciencia. Algo así es el Reino de Dios. Si alguien te pidió una cosa, dale dos. Da todo lo que puedas y alégrate porque tienes a quién darle. Este es el llamado de hoy, el llamado a convertirnos en “pescadores de hombres”, con mucho amor, paciencia, indulgencia, perdón. Hay dos palabras que llegan hasta el Cielo: “por favor” y “perdóname”. Y no un “¿Qué quieres? ¡Déjame en paz! Uff... perdóname. ¿Qué querías? ¿Qué, no tengo derecho a equivocarme yo también?”. Esas palabras no ayudan para nada, no contienen perdón ni corazón, sino sólo burla y ofensa. ¡Así no! Vamos, arrepintámonos. Yo, el primero, porque soy sacerdote. Y después ustedes, porque todos faltamos a la Palabra de Dios.