De cómo el arrepentimiento del hombre puede hacer que Dios cambie Sus decisiones
“En medio de su angustia imploró al Señor, su Dios, y se humilló profundamente delante del Dios de sus padres. Suplicó al Señor, y el Señor lo atendió, escuchó su oración…”
Podemos encontrar la verdadera definición de la contrición en la Parábola del hijo pródigo, el cual, desde el momento en en que fue consciente de su culpa y de lo degradado de su propio estado (“mientras aquí yo muero de hambre…”), tomó la firme determinación de volver y, con una profunda humildad, dijo aquellas hermosas palabras de arrepentimiento: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; no soy digno de llamarme hijo tuyo”. Un momento semejante de contrición lo vemos en la Parábola del publicano y el fariseo, en la cual, en pocas líneas, se nos describe el sentimiento de saberse pecador y de humildad del alma que se arrepiente con sinceridad. El publicano se golpeaba el pecho, es decir, ahí donde se halla la principal causa del pecado: el corazón, del cual brotan todos los demás males y todo lo bueno que tiene el hombre, mientras decía compungido: “¡Apiádate de mí, oh Dios, porque soy un pecador!”.
Además de un gran número de ejemplos que se refieren a personas concretas, en la Santa Escritura también encontramos ejemplos de arrepentimiento general, es decir, una contrición que concierne al conjunto, a la multitud, a una sociedad entera, como es el caso, por ejemplo, de los ninivitas, que merece ser examinado con atención, porque nuestra sociedad actual se encuentra en una situación semejante a la de dicho pueblo, o quizás mucho peor. “Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y anúnciales que su maldad ha llegado hasta Mí” (Jonás 1, 2). Era una sociedad anegada de tanta maldad, razón por la cual no lograba reponerse, ya que, según lo que dice el profeta, “cuando llega la maldad, también llega el desprecio” (Proverbios 18, 3). Por eso, el inmenso amor a la humanidad de Dios toma siempre la iniciativa para hacerla espabilar. “En pocos días Nínive será destruida”. Este emplazamiento de la paciencia de Dios despertó en aquel pueblo el sentido de la contrición. “Creyeron en Dios, decretaron un ayuno y se vistieron con ropa de penitencia, desde el más grande hasta el más pequeño” (Jonás 3, 5). Y cada uno renunció a la vida de pecado que llevaba. Vemos aquí, entonces, ayuno, sacrificio y contrición, en toda su amplitud. El hombre peca ante Dios como un ser único y psicosomático, es decir, compuesto de alma y cuerpo. Por eso es que el arrepentimpiento debe ser doble: llanto, pesar, humildad, arrepentimiento y compunción para el alma, y ayuno, sufrimiento, lucha, esfuerzo y caridad, en lo que respecta al cuerpo. “Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido de su mala conducta (no formalmente, sino esencialmente), tuvo compasión de ellos y no llevó a cabo el mal con el que los había amenazado” (Jonás 3, 10). Aquí se realiza aquel profético: “la piedad vence al juicio” (es decir que la misericordia de Dios termina doblegando Su decisión de castigar). Aunque es digno de ser creído en todas Sus palabras, vemos, sin embargo, que el arrepentimiento y Su misma misericordia lo llevan, muchas veces, a revocar sus decisiones. Esto lo demuestra Jonás cuando dice: “Ah, Señor, ¿no lo decía yo ya cuando estaba todavía en mi tierra? ¿Y no fue por esto por lo que me apresuré a ir a Tarsis? Yo sabía que Tú eres un Dios clemente, misericordioso y paciente, lleno de compasión y pronto a arrepentirte de las amenazas” (Jonás 4, 1).
También es muy hermoso el ejemplo de Manasés, rey de Judá, quien cometió actos verdaderamente atroces y derramó mucha sangre inocente, incitando a su pueblo a pecar ante Dios (IV Reyes 11, 16). Entonces, con la aquiescencia de Dios, fue tomado como esclavo por los asirios y, encadenado, conducido a Babilonia. Ante los tormentos y los peligros de una muerte inminente (según la tradición, lo metieron dentro de una estatua de bronce para quemarlo), sintió el peso de su culpa y se arrepintió. Ahí, dice la tradición, compuso su famosa oración: “Oh, Señor Todopoderoso, Dios de nuestros padres…”, que leemos en los oficios litúrgicos nocturnos. “En medio de su angustia imploró al Señor, su Dios, y se humilló profundamente delante del Dios de sus padres. Suplicó al Señor, y el Señor lo atendió, escuchó su oración y lo reintegró a su reino de Jerusalén. Manasés reconoció que el Señor era el auténtico Dios”. (II Crónicas 33, 11-13).
(Traducido de: Gheron Iosif Vatopedinul, Cuvinte de mângâiere, traducere de Laura Enache, în curs de publicare la Editura Doxologia)