De cómo un venerable monje evitaba perder el don recibido durante la Divina Liturgia
“… Si tienes un cirio encendido y sales a donde sopla el viento, la llama se apagará. También nosotros, que somos iluminados por el Espíritu Santo durante la Divina Liturgia, si nos quedamos perdiendo el tiempo afuera de nuestra celda, veremos cómo se nos oscurece la mente”.
Se dice que el abbá Apolo tenía un discípulo llamado Isaac, quien era muy virtuoso. Habiéndose hecho digno de la paz de la Divina Liturgia, cada vez que salía de la iglesia, el padre Isaac no permitía que nadie se le acercara. Y decía que cada cosa es buena en su momento, porque cada cosa tiene su tiempo (Eclesiastés 3, 1). Por eso, al salir de la iglesia, lo hacía a toda prisa, como si huyera de un incendio. ¡Tal era su premura, intentando volver lo antes posible a su celda! Del mismo modo, nunca gustaba del antidoron y el vino que muchas veces se sirve en la iglesia, pero no en señal de desprecio a sus hermanos de monasterio, sino para no estropear la paz de la iglesia. Un día, el padre Isaac se enfermó gravemente, y los demás monjes vinieron a visitarlo a su celda. Entonces, aprovecharon para preguntarle. “Padre Isaac, ¿por qué huyes de los demás, cada vez que sales de la iglesia?”. Y él les respondió: “¡No huyo de mis hermanos, sino de las terribles artimañas del maligno! Porque si tienes un cirio encendido y sales a donde sopla el viento, la llama se apagará. También nosotros, que somos iluminados por el Espíritu Santo durante la Divina Liturgia, si nos quedamos perdiendo el tiempo afuera de nuestra celda, veremos cómo se nos oscurece la mente”. Esta era una gran virtud del abbá Isaac.
(Traducido de: Patericul, ediția a IV-a rev., Editura Reîntregirea, Alba-Iulia, 2004, p. 126)