De parte del Amor
“Si yo, así, con toda la fuerza de mi corazón, me compadezco de la humanidad, ¿cómo puedo hacer para entender a Dios, Quien observa, sin implicarse, los interminables sufrimientos de tantos millones de seres creados por Él Mismo? ¿Por qué permite que unos opriman a los otros?”..
Hablar del Amor en estos tiempos es como cantar en voz baja en medio del bullicio de una estación de tren colmada de personas. ¿Hay alguien dispuesto a escuchar con el oído o con el corazón, cuando se habla de “semejante tema”? ¿O es dar muestras de incongruencia o de falta de seriedad intentar hablar de algo así? ¿Amor? ¿Dónde? ¡Si las palabras más usadas en estos días son “guerra”, “enfermedad”, “crisis”, “peligro”, “poder”, “dolor”, “impotencia”! Todo es controversia, incertidumbre, turbación. Un océano de informaciones y huracanes de propaganda; pero nosotros queremos navegar hacia la frágil isla del diálogo. Un diálogo sobre el Amor.
¡Qué ingenuos somos, qué pueriles! ¡Y qué bueno que seamos así! Porque, “si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios” (Mateo 18, 3). Sin ese “volver”, no podemos hablar del Amor. Si no nos acordamos constantemente de cómo y por qué venimos al mundo, y para qué fue creado todo.
“Dios es amor” (I Juan 4, 8). Nosotros fuimos llamados de la inexistencia a la existencia, “porque Él nos amó” (I Juan 4, 19). Esto representa nuestro nacimiento, el fundamento de nuestra existencia entera y el sentido de nuestra vida. Todo es abarcado por el Amor. Lo que no sea o no se convierta en Amor morirá.
El mal no pervivirá. El odio se disipará. El sufrimiento hallará consuelo. “El último enemigo en ser destruido será la muerte” (I Corintios 15, 26). También “desaparecerán las profecías, las lenguas cesarán y tendrá fin la ciencia” (I Corintios 13, 8). Pero el Amor no puede tener fin, porque tampoco tiene un principio. Él es el que es. Es una perpetua revelación. No es concebido, no es un sentimiento, no es un placer. El amor es la elección del Otro, en quien te ves y te conoces. Te crees y te reconoces.
Pero ¿cómo puedo seguir creyendo en el Amor —clama el hombre—, si lo veo siempre abatido, de rodillas, humillado, despreciado? ¿Cómo no caer en la desesperanza, si la maldad cambia cada vez de rostro, si el maligno se burla de todos, tanto “online” como en las plazas? ¿Cómo no desesperar, si Caín sigue apuñalando, de noche y al amanecer, a su hermano bueno, a Abel? ¿Cómo, si Saulo de Tarso aún no es Pablo?
“Todo esto te mereces por tu mala conducta y por tus acciones” (Jeremías 4, 18). Escucho, como otrora lo hiciera el profeta Jeremías, estas palabras de Dios, y clamo con él: “¡Mi corazón, mi corazón! ¡Me retuerzo de dolor! ¡Las fibras de mi corazón! ¡Mi corazón se conmueve dentro de mí, no puedo callarme! Porque oigo el sonido de la trompeta, el clamor del combate” (Jeremías 4, 19).
Pero después callo. Y dejo a San Sofronio Sajarov, para que sea él quien nos hable de las cosas de antaño, como si fueran las de hoy:
«Ocurrió en Francia, en los años veinte, antes de que yo partiera al Monte Athos, en 1925. Había estado orando mucho a Dios, suplicándole: “¡Encuentra una forma de salvar al mundo, a todos nosotros, aun en el estado de corrupción y salvajismo en el que hemos caído…!”. Especialmente fervorosa era mi oración por “estos pequeños”, por los pobres y los perseguidos. Casi al final de la noche, habiéndome quedado casi sin fuerzas, por un momento perdí el hilo de mi oración, por causa de un pensamiento que vino a mi mente: “Si yo, así, con toda la fuerza de mi corazón, me compadezco de la humanidad, ¿cómo puedo hacer para entender a Dios, Quien observa, sin implicarse, los interminables sufrimientos de tantos millones de seres creados por Él Mismo? ¿Por qué permite que unos opriman a los otros?”. Entonces, me volví hacia Él con una pregunta sin sentido: “¿En dónde estás…?”. Como respuesta, escuché las siguientes palabras en mi corazón: “¿Acaso tú te has hecho crucificar por todos ellos?”. Estas suaves palabras, pronunciadas en Espíritu en mi corazón, me estremecieron. Aquel que fue crucificado me respondió como Dios. (...) Si Dios es así como lo presentó Cristo Crucificado, significa que todos nosotros y solamente nosotros somos culpables de todo el mal que ha desbordado la historia de la humanidad. Dios se nos ha mostrado humildemente, con el aspecto de nuestro propio cuerpo. Su amor es la humildad misma; la divina humildad puede verse dispuesta a aceptar todo, incluso cualquier clase de heridas infringidas por Sus propias criaturas. Y, por supuesto, esta humildad es “indescriptible”. Pero nosotros no solo lo hemos abandonado, sino que le hemos dado muerte de una forma oprobiosa. Y yo he visto, en el espíritu, que la causa de los interminables sufrimientos de los hombres no es alguna falta de compasión por parte de Dios, sino únicamente la mala utilización del don de la libertad que se le concedió al hombre, y del cual no se nos privó incluso después de nuestra caída. (...) En mi “disputa” con Él, el vencedor fue Dios. (...) Y no solo no castigó mi osadía, sino que hasta hizo que rebosara sobre mi cabeza —tan llena de necedades— una abundante bendición. Tiempo después entendería que incluso aquella compasiva oración había sido obra Suya».
Esto es, en pocas palabras, lo que significa estar de parte del Amor.
(Alocución en la IV edición del Evento “Despre iubire” ⁅Sobre el amor⁆, organizado por la Asociación ROR en el Museo Memorial “Mihail Kogălniceanu” de Iași – 26 de febrero de 2022)
* Archimandrita Sofronio, Despre rugăciune ⁅Sobre la oración⁆, traducere din limba rusă de Ierom. Rafail Noica, Editura Accent Print, Suceava, 2019, p. 35-37.