Palabras de espiritualidad

Decirle a alguien “te amo”, es decirle que no quieres que muera jamás

    • Foto: Valentina Birgaoanu

      Foto: Valentina Birgaoanu

También la muerte tiene su propósito. ¿Cuál? El de recordarnos que no hemos amado lo suficiente.

La muerte dice mucho de la persona. He llegado a convencerme de que la forma en que muere una persona encierra también el modo en que vivió. Antes de morir, mi padre tomó el teléfono y dijo: “Vengan todos. Siento que me voy a morir”. Mi padre vivía solo en una lejana aldea, y solo también murió. Toda la vida fue un solitario. Aunque quiso tener testigos de su soledad. Y murió de la forma en que vivió. Toda su vida fue una demostración. Y su muerte, igual. Quería demostrar que no le temía a la muerte, ta como quería demostrar que podía vivir solo.

Vivió y murió como quiso.... Cuando me vió por primera vez con mi hábito de monje, me dijo:

¿Qué te han hecho esos curas? ¿Te abrieron la cabeza para sacarte la mente? Tú tienes un cerebro demasiado grande como para creer en sus tonterías. Para vivir entre curas, debes tener el cerebro del tamaño de una nuez. Veamos, sacude un poco la cabeza... ¿no resuena tu cerebro golpeándose contra el cráneo? En fin. Tenía un hijo, pero a partir de hoy ya no lo tengo.

Eso quiere decir que a partir de hoy yo tampoco tengo padre, le dije, extendiéndole la mano.

Serás nuevamente mi hijo, cuando vuelvas tal como te conocía.

Y yo volveré a tener un padre, cuando vengas a venerar a los íconos al monasterio en donde he de vivir. .

Así fue como nos despedimos. Salí de la casa y dejamos de comunicarnos durante siete largos años.

Entre tanto, supe que leía mis libros. En su orgullo, decía que yo era más listo que él y que era un gran triunfo para los “curas” el tenerme de su parte. Después supe que repartía mis libros. Había algo que le hacía sentirse orgulloso de mí, aunque sin poder reparar nuestra relación. Incluso tradujo uno de mis libros al ruso, Entre Freud y Cristo, sin que yo se lo pidiera. En el manuscrito que dejó, encontré una nota suya en uno de los testimonios titulado: “Con un beso más cerca de la muerte”. Al margen, mi padre escribió: “Genial. Esto es algo más grande que el mito de Sísifo, de Camus”. Más adelante, otra notita. “Hasta aquí, todo bien. A partir de este punto empiezan todas las bobadas de los curas”. Sin embargo, más allá de esta preocupación casi obsesiva por todo lo que yo escribía, mi padre no parecía entenderme. No se permitía ir más allá de la razón, para observar la vida como un misterio.

Contemplando su cuerpo exánime, en aquella helada casa de pueblo, sentí como si ambos siguiéramos queriéndonos demostrar algo el uno al otro. Era la primera vez que no me respondía. Tampoco era necesario. Tenía una visible ventaja sobre mí. Una ventaja mayor, la experiencia mayor. Ahora él lo sabía todo, lo había visto todo. Sólo que no podía hablar. Estaba muerto. Y yo estaba tan muerto como él. Caí de rodillas y le besé la mano fría. Luego puse el dorso de su palma sobre mi frente, y le dije: “Perdóname. Soy sangre de tu sangre y hueso de tus huesos”. Fue lo único que pude decir... e inmediatamente me di cuenta de que este testimonio bíblico me acababa de revelar el misterio de la vida y el amor. Era la primera vez que estaba seguro de que mi padre me estaba escuchando y entendiendo. Nunca antes había existido tanta certidumbre entre los dos. Lo enterramos en los días de la Navidad. Popularmente se cree que quienes mueren cerca de alguna festividad grande, se van directamente al Reino de Dios. Se dice que los cielos están abiertos. No sé qué decir de esto, pero en aquel día los cielos se abrireron y ya no me quedó ninguna duda. La luz que bajaba de lo alto se reflejaba en la blanca nieve, y todo parecía puro, como en la infancia... Después de un largo tiempo de desasosiego, soñé a mi padre en el jardín de la casa de Oricova. Su aspecto era el mismo que recuerdo de mi infancia. Se me acercó y se me quedó viendo largamente. Recuerdo que, sorprendido de verle una vez más, le pregunté: “¿Cómo fue que veniste?”. “¿Qué, crees que soy autosuficiente? Vengo sólo cuando me dan permiso”, respondió él. Me asombraba verle tan humilde y digno. Su antiguo orgullo parecía haber desaparecido: se le veía tranquilo, en paz. “Y... ¿qué tal? ¿Todo bien?”, le pregunté otra vez. “Sí”, dijo. “Dime, papá, ¿ahora me entiendes?”. “Sí, ahora te entiendo”, respondió. Inmediatamente, el sueño se desvaneció. Y una profunda alegría me despertó.

Decirle a alguien “te amo”, significa decirle que no quieres que muera jamás. Seguramente, cada uno de nosotros desea que sus difuntos se salven. En ese anhelo, la mayoría de personas exageran las cualidades de los reposados, haciendo desaparecer casi por completo sus defectos. Pero, ¿quién sabe? ¿Podría tratarse de algo legítimo? ¿Por qué no habría de estar permitido que el amor exagere el bien y soslaye el mal? ¿Acaso ese deseo nuestro hace que Dios responda a nuestro amor, y no a los pecados de los que ya no están? Si es así, entonces también la muerte tiene su propósito. El propósito de la muerte es el de recordarnos que no hemos amado lo suficiente.

(Traducido de: Ierom. Savatie Baştovoi, Fuga spre câmpul cu ciori, Editura Cathisma, Bucureşti, 2012, p. 176-180)