Del agradecimiento con Dios y el precio de la ingratitud
Se trataba de un hombre de familia, que tenía dos pequeños huertos y siempre le confiaba todo a Dios. Trabajaba cuanto podía, sin estresarse. “Haré lo que esté en mis manos hacer”, decía.
Las quejas y los lamentos atraen la maldición. Es como si el hombre se maldijera a sí mismo, después de lo cual viene la ira de Dios.
Recuerdo que en Epiro conocí a dos campesinos. El primero era un hombre de familia, que tenía dos pequeños huertos y siempre le confiaba todo a Dios. Trabajaba cuanto podía, sin estresarse. “Haré lo que esté en mis manos hacer”, decía. A veces, una parte de las espigas de trigo que quedaban en el campo se pudrían por causa de la lluvia, porque nuestro hombre ya no lograba segarlas. Pero, a pesar de todo, él siempre decía: “¡Gloria a Ti, oh Dios!”, y nunca le faltó nada.
El otro tenía muchos terrenos, vacas y no sé cuántas cosas más, pero no tenía hijos. Si le preguntabas: “¿Cómo va todo?”, respondía: “¡Déjame en paz, no me preguntes!”. Nunca decía: “¡Gloria a Ti, oh Dios!”, sino que siempre se lamentaba. ¿Y cuál era la consecuencia de su actitud? Que, o se le moría una vaca, o se le estropeaban los cultivos, o cualquier otra cosa. Tenía de todo, pero no ganaba nada.
(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Viața de familie, traducere din limba greacă de Ieroschimonah Ștefan Nuțescu, Editura Evanghelismos, București, 2003, p. 158)