Palabras de espiritualidad

Del terrible pecado de hablar en vano

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Si la lengua no tiene freno y habla sin parar, también los pensamientos se dispersan, son incapaces de concentrarse en algo profundo, cierto e importante, y vagan sin rumbo, sin sentido, como perros callejeros.

Todos conocemos personas, especialmente mujeres, que parlotean, parlotean y parlotean sin detenerse, sin límite alguno, y sus lenguas parecen no cansarse jamás. Se diría que hablan hasta por los codos. Todo lo que dicen son banalidades, cosas que no sirven para nada. San Efrén el Sirio le pedía a Dios que lo librara de hablar en vano, porque temía caer en pecado y verse perdido por culpa de su propia lengua. Sin embargo, los parlanchines no le temen a nada.

Muchas veces, los demás terminan sobrellevando a las personas que hablan mucho: “Si parlotean, déjalos que parloteen”, y a estas les parece que son escuchadas con agrado, ignorando que —en lo profundo de su corazón— los demás se sienten molestos con ellas y a veces hasta las detestan. ¡Tan grande es el mal causado por una lengua descontrolada!

Si la lengua no tiene freno y habla sin parar, también los pensamientos se dispersan, son incapaces de concentrarse en algo profundo, cierto e importante, y vagan sin rumbo, sin sentido, como perros callejeros. Tanto sus pensamientos, como sus sentimientos, sus anhelos y sus actividades son triviales, vacuos. Sus almas padecen de hambre. Ciertamente, el hablador resulta difícil de soportar para los demás, y también se perjudica gravemente a sí mismo. Todo esto es lo que implica hablar en vano.

Los hombres sabios y virtuosos, quienes llevan una forma de vida espiritual, nunca hablan en vano; al contrario, permanecen callados y concentrados todo el tiempo. En la Grecia de la antgüedad, los filósofos y los sabios eran muy respetados. Los filósofos no aceptaban a nadie como discípulo, en tanto el candidato no demostrara que sabía callar. ¿Hubiera podido aprobar ese examen alguno de los habladores de nuestros tiempos? ¡Por supuesto que no!

(Traducido de: Cum să biruim mândria, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2010, pp. 142-144)