Del vínculo con nuestro confesor
El niño a veces rezonga cuando se le ordena algo, pero al día siguiente vuelve a buscar a su padre, sin murmurar ni oponerse, porque así es su naturaleza, buena e inocente. Luego, del mismo modo en que un niño se comporta con sus padres, así debemos comportarnos nosotros con nuestro padre espiritual: con amor.
Existe el riesgo de que en un momento dado empieces a creer que tu confesor es otro anciano José (del Monte Athos), y luego de seis meses refunfuñes diciendo: “¡Este padrecito está loco, me ha estropeado la vida!” y te vayas a otra parte. ¿No es mejor decir: “Este es mi confesor, sé de dónde viene y por eso lo amo, le obedezco y algún día quiero ser como él”?
Rechacemos esas idealizaciones a las que puede llevarnos nuestra euforia: “¡Qué barba tiene el padre!”, “¡Qué mirada tan serena!”, “¡Parece sabio hasta cuando calla!”, “¡Lo que me dijo que sucedería, eso mismo fue lo que sucedió!”. No hagamos eso, porque el maligno nos puede tender una de sus trampas, llevándonos a una profunda decepción, al revelarnos las debilidades de nuestro confesor. Esto representa un peligro tanto para el discípulo como para el padre espiritual. Quizá por eso el padre Selafiel (del Monasterio Nuevo Neamt) no soportaba cuando alguien hablaba con él como si fuera un carismático, cosa que se dice también de San Macario el Grande. Al padre Selafiel no le gustaba dar órdenes y ni siquiera imponía un canon de penitencia después de confesarte, sino que solamente te sugería cosas con una profunda humildad. El padre Rafael Noica me contó que el padre Sofronio hacía lo mismo.
Un día, un monje vino a buscar a San Sisoes el Grande —uno de los más gandes santos egipcios—, para quedarse con él como un discípulo. Lo primero que San Sisoes le preguntó fue: “¿Qué piensas de mí, hijo?”. “¡Yo creo que usted es como un ángel, padre!”. Luego de un tiempo, San Sisoes llamó nuevamente al monje, y le preguntó: “¿Y ahora cómo me ves, hijo?”. “¡Como a un demonio, padre!”. Así que, conociendo todos esos riesgos, con amor, tal como un niño obedece a su padre, obedezcamos también nosotros. El niño a veces rezonga cuando se le ordena algo, pero al día siguiente vuelve a buscar a su padre, sin murmurar ni oponerse, porque así es su naturaleza, buena e inocente. Luego, del mismo modo en que un niño se comporta con sus padres, así debemos comportarnos nosotros con nuestro padre espiritual: con amor, “¡Padre, siento que ese canon es demasiado para mí!”. “¡Sí que es bueno! ¡Si tenemos amor, todo es bueno!”. Esto lo encontramos en las vidas de los santos. Es, sin duda alguna, la mejor manera de librarnos de la diabólica oposición que a veces sentimos hacia nuestro confesor. Mejor, ve y dile: “Padre, realmente me cuesta cumplir con su canon de obediencia”. Y con esto demos por terminadas las murmuraciones, que a veces hacen que los fieles se sientan contrariados con sus padres espirituales, y los padres espirituales para con sus discípulos. Porque esto fue lo que nos dijo Cristo: “Sed como niños, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
(Traducido de: Ieromonahul Savatie Baștovoi, Singuri în fața libertății, Editura Cathisma, București, 2009, pp. 38-39)