Palabras de espiritualidad

El amor, el santo deber de quienes quieran seguir al Señor

  • Foto. Silviu Cluci

    Foto. Silviu Cluci

El anciano Pimeno decía: “Hay tres cosas fundamentales: temerle a Dios, orar sin cesar y hacer el bien a nuestro semejante”.

Si el discernimiento, la justa medida —sin la cual sería extremadamente peligroso pretender aconsejar a los demás— es para el padre la luz que comparte a su discípulo, lo que hace que este último lo busque y se mantenga fielmente a su lado, es, en primer lugar, la capacidad del padre de amar, de ser misericordioso, de entender lo que el otro vive. ‟Ganarse” al otro significa, de acuerdo a los Padres del Desierto, ganarnos el favor de Dios.

El anciano Pimeno decía: “Hay tres cosas fundamentales: temerle a Dios, orar sin cesar y hacer el bien a nuestro semejante”. Esa abnegación también alcanza a los discípulos más indolentes, incluso a los malhechores. Así, leemos del abbá Juan el Persa, que “al ser visitado por unos maleantes, corrió a buscar un balde con agua para lavarles los pies, y estos, al ver la bondad del anciano, se arrepintieron de sus iniquidades”.

El amor es la culminación de la vida espiritual, el nivel más alto en la escala de las virtudes, misma que deben ascender todos los que quieran seguir al Señor: “En esto reconocerán todos que sois Mis discípulos, en que os amáis unos a otros” (Juan 13, 35). Por eso, tanto el padre espiritual como su discípulo se mantienen atentos a vivir bajo el manto del amor, luchando con sus propios pensamientos para cuidar de ese amor. Vemos así a “un monje al que se le había asignado la responsabilidad de formar a otro (monje) que vivía a unos quince kilómetros de distancia. Un día, el primero pensó en llamar a su discípulo para que viniera a recoger el pan necesario para alimentarse durante varios días. Pero, luego de unos instantes de cavilación, concluyó: ¿Para qué molestar a mi hermano, haciéndolo caminar tanto? Mejor le llevaré yo su pan”. (Paterikón).

El amor que “nunca pasa” (I Corintios 13, 8) enciende el corazón de aquel que sigue al Señor, haciéndolo misericordioso con todo lo creado. Sirviendo a los enfermos, ayudando a los extraños, socorriendo a los que lo necesitan, perdonando a los malvados e incluso a los enemigos, el amor trae luz y sanación, una salida al estrecho círculo del egoísmo y la vanidad. Es por eso que el anciano Pimeno, al igual que el Buen Pastor, sentía que debía cuidar de los más débiles y de aquellos que aún no tenían experiencia en la buena lucha. Una virtuosa agitación sacudía su alma mientras no viera que su discípulo estaba a salvo de cualquier peligro. Esa agitación es fruto del Espíritu, un verdadero carisma de todo padre espiritual, como lo revela la respuesta que le dio a un monje: “Exhorta, enseña y aconseja siempre a tu hermano, especialmente a los más jóvenes y novicios, para llevarlos al camino de la salvación y la práctica de las virtudes”.

La misma lucha contra las pasiones y el surgimiento de los carismas espirituales son cosas inseparables del cumplimiento del mandamiento del amor.

«Un hermano le preguntó a un anciano: “Padre, ¿por qué los monjes de hoy, a pesar de sacrificarse en el desierto y en los monasterios, no pueden alcanzar los dones de Dios como lo hacían los Padres de antaño?”. Y respondió el anciano. “Hijo, los Padres de la antigüedad alcanzaron el perfecto amor fraternal. Actualmente, ya que ese amor se ha extinguido, nuestros hermanos son incapaces de obtener el don de Dios como los Padres de antaño”». En la visión de los Padres, cuando hay unidad entre los hombres, el amor verdadero rebosa sobre todos: “Durante veinte años luché contra un pensamiento, y le pedí a Dios ver a todos los hombres como si fueran uno solo”.

(Traducido de: Arhimandritul Nichifor Horia, Duhovnicia Patericului, Editura Doxologia, Iași, 2013, pp. 70-73)