El aspecto exterior del otro no es un criterio para juzgarlo
El Señor ordenó que conociéramos a los demás por sus acciones, por su actitud, por los frutos de sus actos.
El orgullo es la señal inequívoca del hombre vacío, del siervo de las pasiones; es la señal del alma a la cual no se puede acercar la enseñanza de Cristo.
No juzgues a nadie por su aspecto; no intentes concluir, según la forma exterior del otro, si es humilde u orgulloso. No juzgues según el aspecto de tu semejante, sino que “por sus frutos los conoceréis” (Juan 7, 24; Mateo 7, 16). El Señor ordenó que conociéramos a los demás por sus acciones, por su actitud, por los frutos de sus actos.
“¡Conozco tu soberbia y tu mal corazón!” (I Reyes 17, 28), le dijo a David su semejante, pero Dios dio testimonio de él: “He encontrado a Mi siervo David, y lo he consagrado con el óleo santo” (Salmos 88, 20). “Yo no miro como el hombre, porque el hombre mira a la cara, pero el Señor mira en el corazón” (I Reyes 16, 7).
A menudo, los ciegos jueces consideran humilde al que es falso y al que con malicia busca hacerse agradable a los demás: ese hombre es un abismo de vanidad.
Por el contrario, para estos ignorantes jueces, orgulloso es el que no busca los elogios y las recompensas de los hombres, y por eso no se arrastra frente a sus semejantes. Ese hombre es un verdadero siervo de Dios. Y ha conocido Su gloria, que se revela solamente a los humildes; ha sentido el hedor de la gloria humana, y ha apartado de ella no solamente sus ojos, sino también el olor de su alma.
(Traducido de: Cum să biruim mândria, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, București, 2010, p. 132)