El compasivo y su “quijotesca” figura ante los ojos del mundo
En la piedad se conjuntan características distintas (y opuestas) del hombre: el coraje y la mansedumbre, la impulsividad y la paciencia, la indignada rebeldía y la docilidad.
El hombre que se compadece de su hermano, su semejante, su vecino o cualquier forastero o desconocido, demuestra abiertamente su calidad de hijo del Padre Celestial, poniendo bajo un signo de interrogación su origen. Es como si exclamara al mundo y a la naturaleza que le rodea: “¡Ya no os pertenezco, aunque de vuestro seno y según vuestras leyes haya nacido! ¡Soy libre y os contradigo! ¡Así pues, os enfrento y me río de todas vuestras necedades, que me consideran un ser integralmente sometido al egocentrismo y guiado solamente por el biológico principio de la lucha por la supervivencia! Y no solo tomo mi cruz, sino que también asumo —efímeramente, al menos—a mi semejante, y lo cargo sobre mis hombros, al igual que Simón de Cirene ayudó a mi sufriente Señor Jesucristo...”.
En la piedad se conjuntan características distintas (y opuestas) del hombre: el coraje y la mansedumbre, la impulsividad y la paciencia, la indignada rebeldía y la docilidad. El misericordioso es también un caballero andante que parte al mundo a deshacer agravios y vejaciones, como los monjes-enfermeros en un hospital de leprosos. Porque todo hombre golpeado por la suerte es una clase de leproso. Inspira una eventual compasión, sí, pero también cierto terror: el infortunio es considerado algo contagioso, y el desdichado una fuente (aún involuntariamente) de demandas, es decir, de calamidades contra las que es mejor levantar silenciosamente un muro de defensiva indiferencia, pasando (como el sacerdote y el levita) a la mayor distancia posible de él, y con paso ligero.
Tan peculiar es la compasión del mundo, como sus costumbres y sus leyes de bronce, que la mayoría de veces provoca no solamente incomprensión y hostilidad, sino también desprecio, burlas y sarcasmo. El hombre compasivo es como un Don Quijote, y suele ser recibido con chanza y asombro...
(Traducido de: Nicolae Steinhardt, Dăruind vei dobândi, Editura Dacia, 1997, pp. 206-207)