El don de la vida y los frutos que Dios espera de nosotros
El Señor alarga o acorta nuestra vida, dependiendo de si aún espera —o no— algún bien de nuestra parte.
Podría decirse que hemos vivido lo suficiente como para llegar a este nuevo período de ayuno. Agradezcámosle al Señor por Su misericordia, y no seamos lerdos en obtener un provecho de ella. Desde luego, fue por nuestra salvación que el Señor dispuso las cosas de esta manera, a pesar de nuestra vida tan llena de dejadez e indiferencia. El tiempo de nuestra vida no es algo que dependa de nosotros, sino de Dios. El Señor alarga o acorta nuestra vida, dependiendo de si aún espera —o no— algún bien de nuestra parte. “Los que no creen y los pecadores no completarán la mitad de sus días”, es decir que no vivirán ni la mitad del tiempo que hubieran podido vivir si se hubieran hecho agradables a Dios.
Cada uno de nosotros es, en la Iglesia de Dios, lo que un árbol en un huerto: quienes viven de forma agradable a Dios, son árboles llenos de frutos; por su parte, los indiferentes y los perezosos son árboles estériles. Al ver que un árbol no da frutos, el hortelano espera uno, dos, tres años, hasta que decide que lo mejor es cortarlo y arrojarlo al fuego. Lo mismo ocurre con nosotros. El Señor espera de nosotros los frutos de la contrición, y lo hace un año, dos, tres… y, después, viendo que no hay forma de que de nosotros brote algún retoño de bien, nos entrega a la muerte, para que recibamos la recompensa que merecemos por nuestra indiferencia.
(Traducido de: Sfântul Teofan Zăvorâtul, Pregătirea pentru Spovedanie și Sfânta Împărtășanie. Predici la Triod, Editura Sophia, București, 2002, p. 65)