Palabras de espiritualidad

El hombre no muere jamás, sino que viaja de la muerte a la vida verdadera

  • Foto: Adrian Sarbu

    Foto: Adrian Sarbu

Todos los que han partido de esta vida, sea en nuestros días o en el pasado más lejano, verdaderamente están vivos, mucho más vivos que nosotros.

En el glorioso día de la Segunda Venida de Cristo, tendrá lugar la resurrección de todos los muertos, para que posteriormente acontezca el Juicio Final de toda la humanidad. Tal como Cristo resucitó con Su Cuerpo, así también los muertos resucitará con los suyos. Sin embargo, esos cuerpos ya no se verán sometidos a ninguna corrupción, porque tendrán como modelo al Cuerpo de Cristo Resucitado

Todos aquellos a quienes hoy llamamos „muertos” realmente no lo están, en absoluto. Todos los que han partido de esta vida, sea en nuestros días o en el pasado más lejano, verdaderamente están vivos, mucho más vivos que nosotros.

El mundo de los muertos no es suyo, sino nuestro, porque el hombre que vive sin valores e ideales, sin amor y sin virtud, es en esencia un vivo muerto. Al contrario, su mundo, el mundo de los que parecen muertos, está lleno de luz y vida.

Después de morir, el cuerpo del hombre se descompone y sus elementos materiales vuelven a la tierra, y su alma viaja justaente en la dirección opuesta. Continúan con su viaje y su discipulado en la siguiente clase de la escuela que se llama Vida.

Tal como la semilla es enterrada para que de ella brote una nueva planta, así también, habiendo venido al mundo, el hombre es “enterrado” para que después de morir surja de él un hombre nuevo, imperecedero, en el Cielo.

Al partir de esta vida, el difunto no tiene derecho a llevarse nada consigo, sino que debe dejar todo aquí. De hecho, hay algo que sí se lleva con él: sus propias acciones.

Esas acciones constituirán el “material” con el que será construida su nueva morada. Por eso fue que Jesús insistió tanto en que nos hiciéramos de un tesoro en el Cielo: “No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulad, en cambio, tesoros en el Cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mateo 6. 19-21).

En el lugar a donde son llevados los difuntos después de “morir”, ellos continúan aprendiendo y trabajando espiritualmente, y, desde luego, intercediendo por aquellos que les sobreviven en el mundo. En ese lugar celestial hay “difusores” muy buenos, y nuestros pensamientos dirigidos a ellos se escuchan bien. También los lamentos y los suspiros que, cuando son demasiado prolongados e inconsolables, los hacen conmoverse mucho.

El lugar donde se hallan es siempre correspondiente con sus actos y, luego de pasar por un primer juicio, esperan el Juicio Final, que será tanto para ellos como para nosotros, y que habrá de ocurrir cuando la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo. Entonces todos los justos serán recompensados nuevamente.

El sepulcro de cada difunto constituye, en esencia, la puerta por la cual el hombre pasa de la muerte a la vida. De esta forma, la vida adquiere un sentido diferente.

No nacimos para morir ni vivimos para morir, sino que vivimos para participar, después de la muerte, de la vida eterna. Vivimos para obtener una herencia perenne que se guarda en el Cielo. Porque el hombre no muere jamás, sino que viaja de la muerte a la vida verdadera.

(Traducido de: Haralambie K. Skarlakidis, Sfânta Lumină. Minunea din Sâmbăta Mare de la Mormântul lui Hristos, traducere din limba greacă de Ierom. Ştefan Nuţescu, Schitul Lacu – Sfântul Munte Athos, Atena, 2011, pp. 271-272)