Palabras de espiritualidad

El monje que no bebió vodka, sino amor. Relato de una conversión

  • Foto: Stefan Cojocariu

    Foto: Stefan Cojocariu

Imagínense como se veían dos monjes en semejante escena. La atmósfera de embriaguez “a la rusa” era tan asfixiante, que comenzó a destruir, poco a poco, mi paz espiritual.

Fui testigo de una conversión que bien podría conformar un nuevo capítulo de un paterikón contemporáneo. Me encontré con un monje del Monasterio Nuevo Neamt, en Chisinau (República Moldova), que había salido para resolver ciertos menesteres. De camino, aquel monje me invitó a visitar a un primo suyo, a quien no había visto desde hacía muchísimo tiempo. No quise rechazar la propuesta, aunque no me gusta visitar a nadie sin antes haber sido invitado.

Cuando entramos, me topé con una atmósfera llena de un terrible espíritu de liviandad, cosa que no me era desconocida. El primo del monje vivía en concubinato con una muchacha que se prostituía en Grecia. Él mismo se dedicaba a robar autos... y un sinfín de cosas más. En la mesa, algunas botellas de vodka barato, unos pedazos de limón y, creo, un poco de pescado. Algunos minutos después entró otra pareja, aparentemente colegas de oficio de nuestros anfitriones. Todos fumaban, hombres y mujeres.

Imagínense como se veían dos monjes en semejante escena. Mi amigo conversaba un poco con aquellas personas, porque las conocía, pero yo... Empecé a sentir que no tenía nada qué hacer en ese lugar. Con todo, parece que, finalmente, el propósito de estar ahí fue que pudiera escribir estas líneas.

La atmósfera de embriaguez “a la rusa” era tan asfixiante, que comenzó a destruir, poco a poco, mi paz espiritual. Una terrible tristeza empezó a invadirme. Y el colmo fue ver el comportamiento de mi amigo monje. Se puso a beber vodka con los demás. Preocupado, pensaba: “Éste se va a emborrachar por completo y, finalmente, se va a despertar con una mujer al lado”. Sin embargo, no me atreví a decirle nada. Más bien, intentaba repetir “Señor Jesucristo...” en mi mente, como podía, esperando que todo aquello terminara pronto.

Así, empecé a juzgar a mi amigo, convencido de que estaba cometiendo un terrible pecado y de que no se asemejaba en nada a aquellos Santos Padres que alguna vez hicieron algo así para salvar un alma. Además, estaba seguro que a un hombre como su primo no lo podrían salvar ni siquiera mil santos. Sobre todo, porque aquellas personas no dejaban de hacer bromas vulgares y burlas en voz alta. Cuando se terminó nuestra visita, se me quedó impregnado ese profundo y amargo gusto a frivolidad.

Luego de algunos meses, me crucé con aquel hombre en el monasterio. Me contó que se había encontrado con un individuo al que le había robado su BMW, pero que, para sorpresa suya, no sólo no le pidio cuentas por el automóvil, sino que solamente se limitó a decirle: “Debes saber que tú no vas a tener una buena muerte”. Esto lo determinó a cambiar su forma de vida, y decidió hacerse monje.

Al poco tiempo, este hombre murió. Mientras inflaba el neumático de un camión —esta era su tarea en el monasterio—, la rueda de metal salió expulsada por la presión, y le golpeó con fuerza en la frente. Estuvo varias semanas en coma, en el hospital. Finalmente, se despertó y comenzó a caminar, para sorpresa de los médicos. A su lado se mantenía un monje ruso, que le cantaba: “Alégrate, misericordiosa Señora, mediadora nuestra ante Dios”. Le gustaba mucho esa oración y le pedía al monje que se la cantara una y otra vez. Así fue como murió, escuchándola.

Entonces entendí que mi amigo monje, cuando yo lo juzgué, no estaba bebiendo vodka, sino amor.

(Traducido de: Savatie Baștovoi, În căutarea aproapelui pierdut, Editura Marineasa, Timișoara, 2002, pp. 51-53)

 

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