Palabras de espiritualidad

El sacrificio de renunciar a nuestras pasiones

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Me arrojé de rodillas ante el ícono de nuestra Señora, la Madre de Dios, y clamé varias veces: “¡Santísima Madre de Dios, ayúdame!”.

Cuando los Padres decían que la renuncia a las pasiones se asemeja a tener que derramar la sangre propia, no hablaban en vano. Esa es la realidad. Recuerdo que, siendo yo aún un principiante, en Katunakia, conocí a un monje que siempre discutía con nuestro stárets y lo señalaba injustamente. Un día, viendo que el anciano sufría pacientemente semejante ultraje, sentí que era yo quien no podía soportar más esa situación. La pasión de la ira me atacó con tanta fuerza, que casi no le pude oponer resistencia. Por naturaleza, yo suelo ser enérgico y vehemente, y antes de hacerme monje solía discutir con cualquier persona. Por eso, en aquel instante entendí que el más mínimo movimiento de mi parte sería conducido por esa pasión, porque mi mente era ya incapaz de dominar la ira que se iba encendiendo en mí. Solamente la Gracia podía ayudarme. Y así fue. Corrí a nuestra pequeña capilla y me arrojé de rodillas ante el ícono de nuestra Señora, la Madre de Dios, y clamé varias veces: “¡Santísima Madre de Dios, ayúdame!”, y, con la ayuda de la Gracia y de nuestra Señora, aquella pasión se disipó en mi interior. Recuerdo que después me eché a llorar, hasta que mi alma se fue llenando de una profunda paz. Me sentía tan sosegado, que sentía un fuerte deseo de abrazar con afecto a aquel a quien unos momentos antes habría sido capaz de matar. Luego, la Gracia de Dios es siempre la misma y nos ayuda cuando la llamamos.

(Traducido de: Monahul Iosif Vatopedinul, Trăiri ale Dumnezeiscului Har, Editura Sf. Nectarie, p. 54-55)