En el momento de la tentación, abrámosle nuestra alma a Dios
Cuando veamos que el espíritu maligno se nos acerca, no dejemos que nos inunde el temor, ni le dirijamos la mirada, mucho menos tratemos de sacarlo de nuestro interior. ¿Qué hay que hacer? El mejor recurso es el desprecio.
Las cosas son simples en la vida espiritual, en la vida en Cristo, lo importante es tener discernimiento. Cuando nos aceche un pensamiento, una tentación o un impulso, despreciémoslo y volvamos nuestra mirada a Cristo. Él nos tomará de la mano y nos concederá Su divino don en abundancia. Lo importante es esforzarnos. Tomemos un objeto y rompámoslo en un millón de partes. Después, rompamos en un millón de partes cada una de esas fracciones que ya teníamos. De ese tamaño es el esfuerzo del hombre, su poca disposición. Movámonos hacia Dios e inmediatamente vendrá Su Gracia. Ni bien lo hemos terminado de pensarlo, cuando la Gracia ya se ha hecho presente. No hay que hacer nada más. Sólo hay que ponerse en movimiento. El Espíritu Santo viene al insante y obra en nosotros. Veamos qué dice el Apóstol Pablo: “el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Romanos 8, 26). ¡Cuánta sabiduría! Y no son simples palabras, sino la Palabra viva de Dios.
Cuando veamos que el espíritu maligno se nos acerca, no dejemos que nos inunde el temor, ni le dirijamos la mirada, mucho menos tratemos de sacarlo de nuestro interior. ¿Qué hay que hacer? El mejor recurso es el desprecio. Es decir, abramos nuestros brazos y manos hacia Cristo, como un niño que no siente miedo ante una fiera salvaje, porque sabe que a su lado está su padre y le tomará entre sus brazos. Hay que utilizar ese desprecio ante cualquier embestida del maligno y ante cualquier pensamiento En ese momento de lucha, en el que nuestra alma necesita auxilio, clamemos: “¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!”. Y, orando, recibiremos todo.
Estamos hablando de un gran secreto. En el momento de la tentación, cuando lo despreciamos, el maligno intentará atraparnos y hundirnos. Es entonces cuando debemos abrirnos a Dios. Sin embargo, para tener éxito, necesitamos la luz de la Gracia Divina. Si esto no ocurre, el maligno nos terminará atrapando y, aunque tratemos de zafarnos, ya no podremos conseguirlo... Así pues, elevemos las manos a Cristo, y Él nos otorgará Su Gracia.
(Traducido de: Ne vorbește părintele Porfirie, Editura Egumenița, pp. 250-251)