Encomendémonos siempre al amor de nuestra Madre
“Santísima Madre del Señor, ayúdame. Bendita Madre mía…”, decía un monje, y su voz, brotando desde el fondo de su corazón, sonaba con suavidad, mientras caminaba por los senderos de la skete Santa Ana.
Hay un céfiro de oración, de quietud, que suele soplar sobre la bendita Katunakia. Hace muchos años conocí al padre hesicasta Antimo. Vivía en una pequeña y austera celda. Era un hombre dedicado al silencio. Y, cuando hablaba, casi siempre era para pronunciar la oración del corazón: “Mientras la oración a la Madre del Señor te prepara para la deificación, la Oración de Jesús te deifica”.
“Santísima Madre del Señor, ayúdame. Bendita Madre mía…”, decía un monje, y su voz, brotando desde el fondo de su corazón, sonaba con suavidad, mientras caminaba por los senderos de la skete Santa Ana.
“Pongamos toda nuestra esperanza en ella y recibiremos su consuelo”, continuó aquel monje. “Ella es nuestra madre, la salvación de nuestro corazón. De lo contrario, seguiremos un camino que no sabemos a dónde podría llevarnos”.
(Traducido de: Arhimandritul Ioannikios, Patericul atonit, traducere de Anca Dobrin și Maria Ciobanu, Editura Bunavestire, Bacău, 2000, p. 211)