Entendiendo el dulce Nombre de Jesús
Cuando oramos siendo conscientes de todo esto, nuestra oración se vuelve una invocación y, al mismo tiempo, un acto triunfante.
Como Nombre —propio— Suyo, el Nombre de Jesús está ontológicamente atado a Él. Para nosotros, este Nombre es el puente entre nosotros mismos y Él. Es el canal por el cual viene a nosotros el poder divino. Procediendo de Aquel que es Santísimo, (este Nombre) es también santo, y somos santificados al invocarlo. Con este Nombre y por medio de este Nombre, nuestra oración obtiene una determinada forma o significado objetivo: nos une a Dios. En él, en este Nombre, Dios se encuentra presente como en una vasija llena de mirra. Por medio de este Nombre, Dios se vuelve inmanente de una forma perceptible a este mundo. Como entidad espiritual, él procede del Ser de la Divinidad y es divino por sí mismo. Como Obra de Dios, este Nombre trasciende las energías cósmicas. Emanando de la esfera divina y eterna, no se trata de una creación de la mente humana, aunque el hombre creó una palabra para él. Es un invaluable don que se nos hiciera dede lo Alto, más allá del mundo, en una gloria que está más allá de lo natural.
Cuando oramos siendo conscientes de todo esto, nuestra oración se vuelve una invocación y, al mismo tiempo, un acto triunfante. En la antigüedad se nos dio el mandamiento de no tomar el Nombre de Dios en vano. Ahora, cuando todos los Nombres Divinos se nos han revelado en su significado más profundo —algo imposible antes de la venida de Cristo—, deberíamos estremecernos, como muchos de los ascetas con los que tuve el privilegio de compartir, cuando pronunciamos este Santo Nombre. Una invocación eterna de este Nombre llena al ser entero de la presencia de Dios, eleva la mente a sitios infinitos, nos participa de una fuerza extraordinaria y nos llena de una nueva vida. La luz divina, esa de la cual hablamos con tanta facilidad, viene junto con este Nombre.
Sabemos que no solamente el Nombre de Jesús, sino también todos los otros Nombres, nos son revelados por Dios y están vinculados a Él. Esto lo hemos aprendido gracias al Hijo Unigénito, Quien nos mandó a pedir todo por medio de Su Nombre. Sabemos que en nuestra Iglesia todos los Sacramentos son realizados con la invocación del Nombre de Dios, empezando con la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Nuestro completo culto divino se fundamenta en la invocación del Nombre de Dios. Y, ojo, que no atribuimos una fuerza “mágica” a las palabras como tales, pero cuando ellas son pronunciadas como un verdadero testimonio de fe y en un estado de temor de Dios, de devoción y de amor, es que ciertamente tenemos a Dios en nosotros, junto con Su Nombre.
(Traducido de: Arhim. Sofronie Saharov, Rugăciunea – experiența Vieții Veșnice, Editura Deisis, p. 127-129)