Palabras de espiritualidad

Esos a quienes consideramos pecadores podrían ser más dignos de la salvación que nosotros mismos

    • Foto: Valentina Birgaoanu

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Muchos se han equivocado manifiestamente, pero en secreto se han arrepentido, obteniendo el perdón por su falta y, además, el don del Espíritu Santo. Luego, hay quienes nos parece que son pecadores, pero en realidad son justos ante los ojos Dios, porque conocemos su pecado, pero no su arrepentimiento.

Estemos atentos, hermanos, porque el Señor dice: “¡No juzguen, para no ser juzgados!”. Y, otra vez, el Apóstol nos instruye: “Hasta quien parezca permanecer vigilante, que no se permita caer”. Y, otra vez: “Cuídate, para que no seas tentado tú también”. Porque muchos se han equivocado manifiestamente, pero en secreto se han arrepentido, obteniendo el perdón por su falta y, además, el don del Espíritu Santo. Luego, hay quienes nos parece que son pecadores, pero en realidad son justos ante los ojos Dios, porque conocemos su pecado, pero no su arrepentimiento. Porque también Filemón de Egipto, tan sólo una obra de contrición hizo y alcanzó la estatura de San Macario, el asceta.

Y aunque viéramos a alguien equivocarse, no lo condenemos. Porque no sabemos si, alejándose diez pasos de nosotros, ha vuelto a Dios o si Dios está con él. Recordemos que, siendo aún jueves, Judas se contaba entre los discípulos de Cristo, y aquel bandido entre los malhechores y asesinos. Pero, al llegar el viernes, Judas cayó en la oscuridad eterna, mientras que el bandido se alzó al Paraíso junto a Cristo. Por eso no debemos juzgar al que yerra, porque ese es un atributo del Señor. Y el Padre le otorgó al Hijo todo juicio.

Entonces, el que juzga a los que se equivocan está usurpando la autoridad de Cristo. Y, haciendo esto, se convierte en un anticristo, es decir, en un adversario de Cristo. ¿Hubiéramos conocido, acaso, la infinita misericordia de Dios, si Él mismo no se la hubiera mostrado a los hombres, recibiendo a los pecadores que se arrepienten, como aquella mujer desenfrenada, el mismo Zaqueo, o el rey Manasés, quien durante cincuenta y dos años reverenció a los ídolos, pero luego se arrepintió? Ciertamente, ¿quién recuerda que este último, encerrado en una jaula de bronce, en Babilonia, cantándole a Dios su pesar, consiguió que viniera un ángel a liberarlo, llevándolo de vuelta a Jerusalén, en donde pasó el resto de su vida en contrición?

(Traducido de: Sfântul Ierarh AtanasieDin cuvintele duhovnicești ale Sfinților Părinți, Editura Arhiepiscopiei Sucevei și Rădăuților, Suceava, 2003, p. 171)



 

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