¿Estamos realmente tan ocupados, que no tenemos tiempo para Dios?
La vida con Dios comienza justo cuando las palabras y los pensamientos se serenan, cuando los problemas de la vida terrenal pasan a un segundo plano
Quien desee iniciarse en la oración debe superar la prueba del sosiego. Y, para encontrarlo, no es necesario irnos al desierto, sino solamente dedicar unos minutos diarios, interrumpiendo todas nuestras actividades, para entrar en nuestra habitación y “cerrando la puerta, orar ante nuestro Padre que ve en lo secreto”. En nuestra vida cotidiana somos inducidos a creer que tenemos que estar todo el tiempo ocupados, considerando que siempre hay algo importante por terminar y, así, nos parece que un momento dedicado a la oración nos podría impedir ejecutar todas esas cosas pendientes.
No obstante, la misma experiencia demuestra que media hora o una hora “perdida” en oración no impide, en absoluto —mucho menos fatalmente—, el buen desarrollo de nuestras actividades diarias, como a menudo pensamos cuando sentimos el deseo de ponernos a orar. Al contrario, el hábito de orar nos enseña a concentrarnos rápidamente, a alejar las distracciones y a disciplinar la mente. Finalmente, todo esto nos ayuda a ahorrar tiempo.
“La infelicidad de los hombres tiene una sola causa: no saben permanecer en paz, en una habitación.” (Blaise Pascal)
La pérdida del gusto por la soledad y el sosiego es la enfermedad del hombre contemporáneo. Muchos evitan la serenidad, la soledad, el tiempo libre, porque no tienen con qué llenar ese vacío. Estas personas todo el tiempo necesitan involucrarse en discusiones, debatir y estar siempre a la ofensiva, con tal de crearse la ilusión de una vida efervescente y plena. Sin embargo, la vida con Dios comienza justo cuando las palabras y los pensamientos se serenan, cuando los problemas de la vida terrenal pasan a un segundo plano, y en el alma del hombre se abre una brecha para que entre Dios y lo llene con Su presencia.
Los Santos Padres dicen, a menudo, que la oración que nace del sosiego debe ser simple y sobria, sin demasiadas palabras. El estado del que ora debe asemejarse al vínculo entre padre e hijo:
“¡No te hagas el listo cuando ores! Porque el simple e inocente gorjeo de los niños suaviza a su Padre que está en los Cielos. Luego, no utilices tantas palabras, no sea que al rebuscarlas tu mente se disperse. Una sola palabra del publicano bastó para conmover a Dios y una sola palabra dicha con fe salvó al ladrón. El palabrerío al orar solamente provoca la ofuscación de la mente y hace que se distraiga. Pero una sola palabra es suficiente para concentrarte.” (San Juan Climaco)
La fe como de niño debe acompañarse de un sentimiento de profunda humildad:
“Preséntate con simplicidad y sin altivez ante Dios. Porque la fe sigue a la sencillez, en tanto que la vanidad sigue a la suficiencia y a la controversia de pensamientos. Y a esto le sigue, inevitablemente, el alejamiento de Dios. Cuando te presentes ante Dios con tu oración, hazte cuenta de que eres como una hormiga, tan pequeño como una lombriz, o como un niño que recién empieza a balbucear. Y no le hables desde tu propio conocimiento, sino que acércatele con mente de niño pequeño, para hacerte digno de Su paternal cuidado.” (San Isaac el Sirio)
(Traducido de: Ilarion Alfeyev, Mitropolit de Volokolamsk, Taina credinței. Introducere în teologia dogmatică ortodoxă, Editura Doxologia, pp. 273-275)