Feliz es ése que sabe ser paciente en la tentación
Feliz es ése que sabe ser paciente en la tentación, porque cuando ésta termine recibirá fuerzas mayores, dicen los Padres. Sin embargo, esa lucha no se termina inmediatamente. Tampoco la gracia viene inmediatamente a vivir en el alma, sino poco a poco, paso a paso. Unas veces viene una tentación, otras consuelo. Y así, hasta el fin de nuestros días. Y no esperemos ser librados permanentemente y para siempre de esta lucha, ni recibir el consuelo perfecto.
En la Filocalia se nos cuenta cómo un joven monje visitó a un anciano virtuoso, para recibir su consejo. Entonces el anciano constató que aquel monje no sabía nada sobre la oración y el trabajo interior, silencioso. Así, le aconsejó lo que consideró conveniente y le pidió practicar la “Oración de Jesús”. El joven monje era ciertamente devoto y obedeció lo que el anciano le recomendó. Oraba de la forma aconsejada e intentaba mantener su corazón limpio de malos pensamientos. Así, comenzó a experimentar consuelo interior, sosiego y alegría espiritual, junto a un enorme amor y añoranza por Dios. Este estado era continuo, pero no por un intervalo grande de tiempo. Cuando comenzó a perder es consuelo, continuó orando y luchando, hasta que un día, triste, decidió visitar al anciano Filemón, para contarle lo que le estaba sucediendo. Entonces el anciano le dijo: “
Dios te hizo digno de recibir el consuelo y los carismas celestiales de la oración. Ahora, sin embargo, debes luchar con paciencia, perseverancia y esfuerzo, para que puedas recibir, en el momento propicio y para siempre, estas bondades que Dios te mostró” (Filocalia, vol. 2, p. 24).
Dios no quiere que sus siervos sean descuidados en la lucha espiritual de esta vida temporal, para que no caigan en las trampas del enemigo. Por eso, nuestra Iglesia tiene oficios completos, oraciones, momentos para estar de rodillas, ayunos, vigilias y otros esfuerzos, para que podamos luchar contra las tentaciones y podamos trabajar espiritualmente, avanzando en nuestro conocimiento de Dios. Nuestra entera tradición nos enseña que esa lucha espiritual es el problema de nuestra vida entera, es decir, es un esfuerzo que lleva muchísimo tiempo. Precisamente por eso, el descanso que sigue es cierto y eterno. Y este descanso puede sentirlo uno ya desde esta vida, conviertiéndose en la vida de nuestra vida, incluso en los momentos de guerra y de tentación. Incluso cuando el que se esfuerza se entristece por la aflicción y la dureza de las tentaciones, siente que brota en lo profundo de su ser el consuelo y la ayuda espiritual y que gusta de la extraña y paradójica —aunque real— experiencia de la alegría-tristeza.
El anciano Isaac nos dice que,
“Hay tentaciones para los amigos de Dios, las cuales son permitidas por el bastón divino para que avancen y crezcan en el espíritu, con el fin de que el alma se esfuerce, se fortalezca y luche. Estas son las siguientes: la pereza, la pesadez corporal, el dolor en las extremidades, la indiferencia espiritual, la confusión mental, los pensamientos de enfermedad, la pérdida de esperanza en Dios por períodos cortos, la oscuridad de mente, la falta temporal de la ayuda de los demás, carencia material y otras semejantes. A partir de estas tentaciones el hombre ve su alma solitaria y desprotegida, su corazón muerto para el mundo y la humildad. Desde este estado intenta la persona alcanzar la añoranza de su Creador. Y todo esto Él lo permite de acuerdo a las fuerzas y necesidad de cada uno. En esto se mezcla el consuelo y la dificultad, la luz y la oscuridad, la guerra y el apoyo... la estrechez y la amplitud. Y esta es la señal del avance de la persona, con la ayuda de Dios” (Prédica 46, op. cit. p. 193).
“Feliz es ése que sabe ser paciente en la tentación, porque cuando ésta termine recibirá fuerzas mayores, dicen los Padres. Sin embargo, esa lucha no se termina inmediatamente. Tampoco la gracia viene inmediatamente a vivir en el alma, sino poco a poco, paso a paso. Unas veces viene una tentación, otras consuelo. Y así, hasta el fin de nuestros días. Y no esperemos ser librados permanentemente y para siempre de esta lucha, ni recibir el consuelo perfecto.” (Anciano Isaac, Prédica 77, op. cit., p. 233).
Los Santos Padres hablan más sobre la lucha en contra de las tentaciones y el esfuerzo ascético, que de las bondades y alegrías del Reino de los Cielos, ya que ellos sabían la tendencia meramente humana, de alcanzar rápido y fácilmente el momento de la Resurrección, pasando con rapidez o saltando el dolor de la Cruz.
El Señor es el Maestro, el único que puede enseñarnos, aconsejarnos correctamente para la redención, por medio de Su Palabra y Su vida. También, por medio de Su humildad, de Su paciencia, de los trabajos que debió pasar cuando ayunó cuarenta días, Su oración, las ofensas y burlas que soportó y, finalmente, la terrible Cruz y muerte, coronada con Su redentora Resurreción, convirtiéndose en nuestro único Maestro. También todos los santos de nuestra Iglesia, discípulos auténticos del Salvador, por medio de sus palabras y hechos, no hacen otra cosa que ofrecernos una interpretación correcta, una explicación y una aplicación práctica de esta única enseñanza de nuestro Señor.
La Resurrección del Señor, Su Palabra, “Desde hoy verán los cielos abiertos y a los ánteles de Dios subiendo y descendiendo sobre el Hijo del hombre” (Juan, 1, 52), Su Transfiguración en el Monte Tabor y la vista de Su gloria, ofrecida a Sus discípulos, nos muestra la alegría y la gloria de los discípulos del Redentor, de todos los tiempos, que comienza a partir de esta vida para unirse con la otra, sin tener fin..
Sólo cuando alguien está por alcanzar esta alegría espiritual que proviene de la visión de la gloria de Dios, puede en realidad sobrepasar en verdad las alegrias y placeres de este mundo y percibir la mentira, el engaño y la nimiedad que hay en él.
“Así como el que no ha visto con sus ojos el sol, no puede relatar a otros lo que ha escuchado sobre esa luz, porque tampoco puede sentirla, lo mismo sucede con el que no ha gustado en su alma la dulzura de los trabajos espirituales” (Anciano Isaac, Prédica 23, op. cit. p. 99).
(Traducido de: Arhimandritul Tihon, Tărâmul celor vii, Sfânta Mănăstire Stavronichita, Sfântul Munte, 1995)