Palabras de espiritualidad

“He aquí la esclava del Señor...”

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

De acuerdo con las enseñanzas de los Santos Padres, la Santísima Virgen era como una vasija perfecta, conteniendo todos los dones espirituales y todas las virtudes divinas. Sin embargo, tres de esas virtudes eran más evidentes que las demás.

Un doble empeño —el de la misericordia de Dios, por una parte, y el de la devoción del hombre, por otra— ha pervivido a lo largo de los siglos. El Señor, “Quien formó el corazón de cada uno” (Salmos 32,15), “desde el lugar de Su morada observa a todos los habitantes de la tierra” (Salmos 32,14), conociéndolos. Ya desde el momento de la caída de Adán, Dios inquirió a aquel que había infringido el mandato: “Adán, ¿en dónde estás?” (Génesis 3, 9). Y no ha dejado de buscar, entre los hijos de los hombres, al menos uno con la suficiente sabiduría, al menos uno que siga a Dios y haga el bien (Salmos 13, 2). Desesperanzado, el salmista dice que tal hombre es imposible de hallar, porque “Todos están descarriados, en masa pervertidos, no hay nadie que obre bien, ni uno solo” (Salmos 13, 3; 52, 4).

Pero, “cuando se cumplió el tiempo” (Gálatas 4, 4; Efesios 1, 10), hubo una persona que reunía tales características: la Santísima Virgen, quien poseía toda la belleza y gloria “interior” (Salmos 44. 13). Su presencia ante Dios era tan refulgente y maravillosa, que el Rey celestial, “prendado de su belleza” (Salmos 44, 13), la cubrió con Su Espíritu Santo y, para hacerla trono de los querubines, “inclinó los cielos y bajó” (Salmos 17, 11; II Samuel 22, 10). De acuerdo con las enseñanzas de los Santos Padres, la Santísima Virgen era como una vasija perfecta, conteniendo todos los dones espirituales y todas las virtudes divinas. Sin embargo, tres de esas virtudes eran más evidentes que las demás.

La primera era su recogimiento “ascético” en oración, en el Santo de los Santos, es decir, su perfecta muerte ante el mundo y su presencia querubínica frente al Dios Vivo, el Dios de sus padres. Ella supo olvidar su pueblo y la casa de su padre (Salmos 44, 12) y, en cambio, sin cesar elevaba sus plegarias a Dios, pidiéndole por la salvación del mundo entero. Así fue como se hizo digna de una revelación plena, atrayendo hacia sí misma al Altísimo y demostrándole que podía ser Belén, la casa del “Pan de la Vida” (Juan 6, 48), la Madre de Cristo-Dios, tal como Abraham recibió la promesa al obedecer la voz de Dios y olvidar sus lazos de familia; al igual que Jacob llegó a aquel estremecedor lugar, la “puerta del cielo” (Fac. 28:17), cuando era perseguido; y tal como Israel recibió las revelaciones divinas, cuando se hallaba expuesto a los peligros del desierto, así también la Santísima Virgen —quien había muerto para el mundo— se convirtió en morada del Ser divino.

Su segunda virtud es la humildad. Tal como ella misma dice, el Señor “puso los ojos en la humildad de Su sierva” (Lucas 1, 48). Su renuncia total a sí misma, sumada a su perfecta humildad, se convirtieron en la “materia” con la cual el Altísimo obró la reedificación del género humano. Con la ayuda de esa humildad, la Santísima Virgen siguió, de forma profética, el Camino que su Hijo habría de revelar, además de cumplir con la ley del Espíritu Santo: “Quien se humille será enaltecido” (Lucas 14, 11; 18, 14); así, el Todopoderoso “hizo grandes cosas” con ella (Lucas 1, 49), enalteciéndola aún más que los poderes angélicos.

La tercera virtud es su pureza, que nunca fue mancillada, ni siquiera con la vista, ni con la mente, ni con la más pequeña inclinación del corazón. Ciertamente, su corazón estaba completamente entregado a Dios, y esta abnegación (paradosis) la hizo digna de hablar con Dios y de que Él esperara su consentimiento: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según Tu palabra” (Lucas 1, 38), como un asentimiento sin el cual la obra de la salvación del mundo era imposible.

(Traducido de: Arhimandritul Zaharia, Lărgiți și voi inimile voastre!, Editura Reîntregirea, Alba iulia, 2009, p. 130)